Maravillado escuchaba, veía; saboreaba aquella preciosidad. Sentía cómo la energía de un
sentimiento triste le instaba a levantarse, mirar al cielo, reír y llorar, llamar a Dios… arrodillarse
ante aquella sobrehumana música. Quería abrazar, estrujar y consolar a aquellos hombres que
lamentaban todas las vidas perdidas, mostraban su furia; y poco a poco morían. No pudo
evitarlo, aquel mecer del violonchelo, ese ímpetu sobre el violín y este vigor sobre los timbales
descontrolaban todo su ser. La magia de aquella batuta hechizó sus pensamientos invocando
la imagen de aquel arduo viaje por las áridas llanuras, el dolor de sus amigos heridos por los
filos de aquellas barreras y la impotencia ante el fracaso de aquellos que por un centímetro
volvían a su continente de origen mientras a él se le concedía una oportunidad.
Sin embargo, aquellos no eran más que salvables impedimentos, piedras en el camino que en
comparación con las condiciones venideras podían ser pateadas. El verdadero gigante era
aquel cuadrado musculoso que ejercía su autoridad bajo la intimidación. El verdadero desleal
hidalgo era aquella mujer que apartaba a su hijo del peligroso color de su piel. El verdadero
diablo era aquel que se vestía con las ropas de la igualdad y libertad. Aquellos eran los
mayores bellacos, los más temibles ladrones y los más deshonestos infieles. Terroristas de la
historia que habían saboteado su huida desde el momento en que partió de su aldea, habían
desamparado su dignidad dejando su alma hecha jirones y le habían permitido vagar por el
salón de la humillación pública.
Pero lo que nunca pudieron arrebatarle fue su fuerza de voluntad, aquella que sólo se forjaba
bajo el castigo del sol y el retumbar de los tambores alrededor de la danza de la más mísera y
honesta felicidad. No pudieron privarle de la inteligencia emocional que había fascinado a
muchos y agradecido a tantos. No supieron robarle el ansia de seguridad porque no conocían
semejante estado de desesperación. Aquel hombre debía, sabía y merecía conocer la
evolución por la que fue esclavizado, amar la grandilocuencia de sentimientos pintados y
saborear la libertad que nunca se le otorgó.
En aquel auditorio sintió por encima de todo la fusión con tantos seres que disfrutaban el
privilegio de haber nacido al norte. Pero era sólo él, un pequeño punto oscuro en un papel
brillante, el que podía dibujar el faro que guiase a los hombres hacia la cordura de una
cooperación entre historias y deslumbrase al predominio de unos pocos sobre muchos, de la
misma manera que aquel preludio de una muerte no anunciada descubría en aquellos
melancólicos mortales la belleza de la vida.
Cuentos y contra-cuentos
sábado, 25 de abril de 2015
miércoles, 30 de julio de 2014
Evolución (B. Ll.)
"Hay tres fases: escuchar música, hacer música y hacer escuchar música. La primera la
cumplimos todos, la segunda solo los instrumentistas pueden y hay que tener cuidado
con aburrir o crispar los nervios de la audiencia. Pero la tercera..."
"Lo sé, lo sé. Es mágico, impresionante. La gente se olvida de su timidez, solo piensa
en lo bien que se lo está pasando y en lo que está haciendo." Pensó en su amigo
quien le había explicado con tanto entusiasmo su forma de ver la música. Y estaba
de acuerdo. ¿Cuántas veces había cantado todas las canciones que conocía en
campamentos? Pero ahora no era el momento, no podía hacerlo...
-Claro que puedes hacerlo. Es más, vas a hacerlo. En cuanto empieces no vas a parar.
-¿Por qué? No era este el propósito de la reunión de hoy-. Se quejó con la esperanza
de que su maestro dejase de ejercer el papel de amigo y volviera a su severidad
habitual.
Inútil. Reunió a todos los integrantes de aquel grupo de frikis que para su fortuna eran
todos los amigos que tenía. Al menos así sería menos vergonzoso, algunos ya le
habían visto hacerlo. Todos le miraban interesados pero solo ella le susurraba con la
mirada. Sus ojos oscuros le decían que se tranquilizase, que fuera lo que fuera lo que
pasaba ella estaba preparada para defenderla. Le decían que siguiese adelante, que
había nacido para esto. Esos ojos le sonreían con la dentadura más bonita que había
visto nunca, la amistad fiel.
Dirigió un momento la vista a su maestro y una vez más se sintió evaluada, supervisada
y querida. Confusa más que nada por la cantidad de papeles que representaba un solo
hombre. Pensó en lo que quería que cada papel sintiera por ella: éxito de enseñanza,
orgullo de padre y amor de amigo. Pensó que seguiría estando vigilada durante todo
el proceso porque era un hombre maduro y no se dejará cegar por los sentimientos. O
quizá eso era lo que él creía. Pensó que nadie se resistía a la envoltura de la música.
Comenzó con unos acordes que presentaban el ritmo y en algunos casos daba lugar
al "ahhh" que indicaba que alguien conocía la canción. Pero no era este el caso. Era
su canción, la que le animaba en todo momento. Cerró los ojos y se dejó llevar por
aquellos simples acordes.
I know a man with nothing in his hands, nothing but a rolling stone.
Continuó con aquella canción que relataba la vida de algunas personas desgraciadas,
esta vez, mirándoles a todos. Tenía a su público, le estaban escuchando. Estaban
escuchando el gran consejo de la vida. Ella estaba diciendo lo que tenían que decirle a
ella.
Su amiga le sonreía, probablemente estaba comprendiendo la ironía de la situación.
Los demás transparentaban en sus rostros sus pensamientos más fuertes. Algunos casi
abrían los brazos para expresar la grandeza del sentimiento, otros pedían a gritos que
alguien les sostuviese los ojos de la sorpresa. Muchos estaban sumidos en la historia
y anotaban el mensaje principal. Pero muy pocos llegaban suficientemente profundo
como para captar las lágrimas que su corazón precipitaba sobre cada palabra. Era su
despedida, su homenaje a alguien que había hecho posible que su alma fuese capaz
de hablar más con la música que con la voz. Era un agradecimiento a esa amiga que le
había seguido allá a donde iba y que le abrazaba con la mirada. Era un eterno abrazo
para su maestro quien le había guiado en cada camino que había querido tomar, le
había protegido como un padre y apoyado como un amigo.
-¿Eras tú quien tocaba, mamá? Te encanta esa canción.
No pude evitar sonreír, el más pequeño sabía tanto de música como sus hermanos pero
era especialista en sacar el significado de cada canción. El pequeño sabía por qué me
encanta esa canción, qué siento con ella y qué digo cuando la canto, aunque nunca
le había hablado del amigo que perdí aquella noche, ni de la amiga que ahora era su
misma madrina, ni del maestro que hacía las veces de abuelo y, como él lo veía, "amigo
culto de mamá".
Recordé cuando solía cantar en los viajes de seis horas a Asturias junto con mi familia
a los Beatles, Café Quijano, Victor Manuel y otros gustos de mis padres. En un minuto
visualicé mi experiencia con la música: mi primer piano, mi primera gran obra, mi
primera guitarra, mi primera canción a capella... Y la de mis hijos. Les había enseñado
todo lo que me había llevado tantos años descubrir. Entonces decidí reunirles.
Aquella era una reunión como tantas otras, yo empezaba a tocar y ellos me seguían o
simplemente me escuchaban y dejaban que la música atravesase más capas que las
que atravesaba a una persona normal. No tenía nada más que enseñarles. Conocían
los éxitos, los grupos y las canciones más desconocidas de los últimos cien años.
Apreciaban tanto el más nuevo artista como las mejores sonatas de Mozart. Moral y
sentimentalmente habían llegado a una madurez totalmente extraña a su edad. Como
pasó con sus padres, no encontrarán a la persona adecuada hasta que la amen como
aman la música. A partir de ahora tenían que experimentar ellos solos y empezar a
comprender la tormenta de emociones.
-Musicalmente, sabéis mucho más que mucha gente y eso os hace poderosos en
el mundo de la música. Emocionalmente, van a haber muy pocas sensaciones que
no sepáis descifrar. Habéis conocido un amor que pocas parejas sienten. La música
ha sido hasta ahora vuestra vida, vuestra conversación y vuestra amiga. Vuestra
imaginación vuela mil veces más libremente que la mía a vuestra edad. Todo se os
ha dado, no conocéis un mundo sin música y vuestro talento es tan natural que nunca
habeis conocido la frustración al ver que una obra no os sale.
Los niños, tan bien educados como siempre, escuchaban atentamente, idolatrándonos
y tomando nota de cada divina palabra que salía de mi boca. Su padre sonreía, siempre
decía que los chicos me escuchaban porque ordenaba las palabras cuidadosamente
sin dejar disonancia alguna sonar, lo que era música para los oídos de los pequeños
prodigios. Pero la verdad es que yo era la gramática y él el estilo. Desde que nos
conocimos me había dado aquella charla entusiasta e improvisada de cómo veía la
música.
-Tú madre y yo fuimos como vosotros de jóvenes, inteligentes, atrevidos y entusiastas
pero nosotros no tuvimos unos padres tan amantes de la música como vosotros.
Nosotros tuvimos que trabajar para aprender a tocar nuestro instrumento, aprender toda
la teoría y buscar a los compositores que llegan a una perfección mozartiana. Sabemos
lo que es que todo salga fácil y que todo el mundo se maraville ante ti.
-Pero llegará un día, no dentro de mucho para ti- dije dirigiéndome al mayor- en el
que querrás hacer algo diferente que exija tu esfuerzo. Y entonces, lo pasaréis tanto
bien como mal. Sufriréis en los malos momentos porque algo no os sale, y lloraréis de
alegría cuando esté completo, pulido y limpio. Entonces os sentiréis llenos, ganadores y
terriblemente felices.
-Sabéis antes que nadie cual va a ser el latido del corazón que os indique que habéis
encontrado a la persona de vuestra vida. Perdón por el spolier. Pero cuando sintáis ese
momento de éxito personal se abrirá una válvula en vuestro interior, metafóricamente
hablando, que hará que toda la música que escuchéis llegue tan dentro de vosotros que
podréis sentir su paso por cada órgano y no habrá nada ni nadie que os pare los pies.
-Estáis preparados. Revolucionad la música y la vida.
Abrimos la puerta principal y dejamos que nuestros hijos saliesen a un mundo nuevo,
igual de abarrotado que cada mañana pero, esta vez, salían desprotegidos
paterno, con una maleta a rastras y ningún hogar al que volver.
Begoña Llorente
Begoña Llorente
martes, 7 de enero de 2014
Nochevieja en la mar (B.Ll.)
Apuró el paso al escuchar las doce campanadas por la radio. Su familia se abrazaba y se felicitaba. Aun pasó un minuto hasta que su mujer debió de darse cuenta de que él no estaba frente a la pantalla. Andaba lo más rápido posible por la cubierta procurando no resbalarse con los empapados cabos. Iba de aquí para allá intentando ver dónde se estaba la vela que intentaba izar. Las olas que la proa rompía caían sobre su espalda haciéndole perder el equilibrio. Su mujer le llamaba alarmada. "Ahora no, cielo" pensó. Seguía sin ver lo que impedía a la vela izarse. "Aquí hace horas que es uno de enero" se dijo, "¿qué más dará? Es una estúpida fiesta." Estaba furioso, tendría que subir al palo.
Pensó en dejar la maldita vela y seguir tranquilamente, si se puede llamar tranquilo a fuerza cuatro, olas de casi veinte metros, lluvia y frío. Pero perdería puestos. Leblanc no tenía mujer ni hijos y por lo que él sabía no veía a su familia desde que se fue de casa a los dieciocho. No, no celebraría la Nochevieja. Si no le alcanzaba ahora no podría remontar hasta Buena Esperanza y no optaría a un buen puesto en la clasificación. Respiró hondo, bajó al camarote a tranquilizar a su mujer. Estaba bien. Le dijo que la quería y que pasasen una buena noche. No le dijo que iba a subir al palo, por supuesto. Se amarró bien el arnés y abrió un poco la ceñida, lo último que quería era comerse la vela en una trasluchada. Despacio fue subiendo, agarrándose al palo cada vez que una tromba de agua caía sobre él.
Notaba el corazón latiéndole a toda velocidad y recordó cuando era solo un adolescente atrevido que quería subir al palo siempre que se presentaba la ocasión. Inocente. Pero al fin y al cabo fue esa valentía la que le había traído hasta allí. Llegó a donde la vela se había atascado. No había nada, la vela se había arrugado al entrar en el carril. Tiró de ella hacia abajo. No se movió. Se arrepintió de haber competido en solitario. Se había dejado la driza cazada. No iba a volver a bajar y subir de nuevo, ni pensarlo. Aprovechó el movimiento del barco y tiró de ella en el momento en que más floja está. El barco se estremeció. Conservó el aliento. No había trasluchado. Respiró. La vela había bajado cinco centímetros, suficiente. La metió cuidadosamente en el carril y bajó a cubierta. Allí izó del todo la vela y ciñó un poco más. Perfecto.
Volvió a bajar al camarote. Vio en la pantalla a su mujer. Estaba preciosa, como siempre. Sus ojos verdes se achinaban y le salían unos hoyuelos al sonreír. Sus balizas, las que le llevarían siempre a buen puerto. Ella le sorprendió mirándole. No dijo nada, le miró con aquella mirada de admiración, amor y nostalgia. Sabía lo que estaba pensando. Él no quería decir nada, decir que la quería era mucho menos de lo que sus hijos decían. Una alarma le llamaba a volver a cubierta, rutina.
Iba pensando en aquella especie de telepatía cuando al pisar el primer escalón notó que el barco no se inclinaba hacia donde debía. Estaba pasando lo que más temía desde que se subió por primera vez a aquel cascarón de nuez que llamaban Optimist, a los ocho años. Saltó los escalones que le quedaban y agachó la cabeza. Se lanzó a por el timón que ya se iba hacia la vela. La botavara pasó a toda velocidad casi rozándole la cabeza. Tiró con fuerza del timón. Sentía las toneladas de barco que se inclinaban hacia la vela en contra de él. Era inútil, estaba decidido. Corrió al camarote, cerró la puerta hermética y se fue a la popa gateando mientras el barco daba media vuelta. El recuerdo de su mujer invadió su mente. Estaba solo en medio del mar con la imagen de la mujer más bonita del mundo en su mente. Era un buen final.
Minutos después un golpe seco en el casco le despertó. ¿Se lo habría imaginado? Abrió la escotilla y vio a Leblanc gritando su nombre. Se acercó y le largó un cabo. Se convirtió en su mejor amigo. Un americano y un francés, ¡quién lo diría! No ganó, ni consiguió un buen puesto en la clasificación pero días después, encontró sus balizas, las que le llevaron a buen puerto.
B. Llorente
Pensó en dejar la maldita vela y seguir tranquilamente, si se puede llamar tranquilo a fuerza cuatro, olas de casi veinte metros, lluvia y frío. Pero perdería puestos. Leblanc no tenía mujer ni hijos y por lo que él sabía no veía a su familia desde que se fue de casa a los dieciocho. No, no celebraría la Nochevieja. Si no le alcanzaba ahora no podría remontar hasta Buena Esperanza y no optaría a un buen puesto en la clasificación. Respiró hondo, bajó al camarote a tranquilizar a su mujer. Estaba bien. Le dijo que la quería y que pasasen una buena noche. No le dijo que iba a subir al palo, por supuesto. Se amarró bien el arnés y abrió un poco la ceñida, lo último que quería era comerse la vela en una trasluchada. Despacio fue subiendo, agarrándose al palo cada vez que una tromba de agua caía sobre él.
Notaba el corazón latiéndole a toda velocidad y recordó cuando era solo un adolescente atrevido que quería subir al palo siempre que se presentaba la ocasión. Inocente. Pero al fin y al cabo fue esa valentía la que le había traído hasta allí. Llegó a donde la vela se había atascado. No había nada, la vela se había arrugado al entrar en el carril. Tiró de ella hacia abajo. No se movió. Se arrepintió de haber competido en solitario. Se había dejado la driza cazada. No iba a volver a bajar y subir de nuevo, ni pensarlo. Aprovechó el movimiento del barco y tiró de ella en el momento en que más floja está. El barco se estremeció. Conservó el aliento. No había trasluchado. Respiró. La vela había bajado cinco centímetros, suficiente. La metió cuidadosamente en el carril y bajó a cubierta. Allí izó del todo la vela y ciñó un poco más. Perfecto.
Volvió a bajar al camarote. Vio en la pantalla a su mujer. Estaba preciosa, como siempre. Sus ojos verdes se achinaban y le salían unos hoyuelos al sonreír. Sus balizas, las que le llevarían siempre a buen puerto. Ella le sorprendió mirándole. No dijo nada, le miró con aquella mirada de admiración, amor y nostalgia. Sabía lo que estaba pensando. Él no quería decir nada, decir que la quería era mucho menos de lo que sus hijos decían. Una alarma le llamaba a volver a cubierta, rutina.
Iba pensando en aquella especie de telepatía cuando al pisar el primer escalón notó que el barco no se inclinaba hacia donde debía. Estaba pasando lo que más temía desde que se subió por primera vez a aquel cascarón de nuez que llamaban Optimist, a los ocho años. Saltó los escalones que le quedaban y agachó la cabeza. Se lanzó a por el timón que ya se iba hacia la vela. La botavara pasó a toda velocidad casi rozándole la cabeza. Tiró con fuerza del timón. Sentía las toneladas de barco que se inclinaban hacia la vela en contra de él. Era inútil, estaba decidido. Corrió al camarote, cerró la puerta hermética y se fue a la popa gateando mientras el barco daba media vuelta. El recuerdo de su mujer invadió su mente. Estaba solo en medio del mar con la imagen de la mujer más bonita del mundo en su mente. Era un buen final.
Minutos después un golpe seco en el casco le despertó. ¿Se lo habría imaginado? Abrió la escotilla y vio a Leblanc gritando su nombre. Se acercó y le largó un cabo. Se convirtió en su mejor amigo. Un americano y un francés, ¡quién lo diría! No ganó, ni consiguió un buen puesto en la clasificación pero días después, encontró sus balizas, las que le llevaron a buen puerto.
B. Llorente
Crítica a la Crítica (B.Ll.)
Según la RAE una crítica es el examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular,
el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. Un
libro, una película, una opinión, una actitud, todo tiene una crítica que al fin y al cabo no
deja de ser otra opinión. No es ni verdad ni mentira, es simplemente otra forma de verlo.
Hecho que ignora la mayoría y por lo que nos fiamos de ellas a la hora de ir al cine o leer
un libro. La variedad es tan amplia como críticos haya por lo que solemos elegir a uno
o varios y, en función de la opinión mayoritaria vemos o no la película, leemos o no el
libro. Sin embargo, si hemos visto la obra antes que leído la crítica y tenemos una opinión
diferente a la de nuestro amado crítico empezamos a desconfiar de él y las próximas
críticas las miraremos con lupa comparándolas con la mayoría. Y ¿entonces qué estamos
haciendo? Opinar, ser críticos y más importante cortar de raíz a todo aquel que no tiene
los mismos intereses que nosotros. Difícilmente encontrará a alguien que adore tanto
como usted cada libro y película que haya visto y no, señor, no será ni menos inteligente
ni más ignorante solo por el hecho de gustarle algo que a usted le parece catastrófico y
vergonzoso. Igual le parecerá persona de pocas luces si desprecia los grandes clásicos, y
se cierra a lo nuevo y no muy trabajado; pero al fin y al cabo esa es solo su opinión.
Sí que existe una opinión general mayoritaria que es la que solemos tratar de verdadera
e irrefutable. Nadie duda que Irena Sendler fue una gran mujer al salvar a miles de niños
judíos en el Holocausto y que merecía tanto el Nobel de la Paz como el reconocimiento
social. Pero aun así puede existir una minoría que piense que fue egoísta por no procurar
salvar también a adolescentes, adultos y mayores. En un país libre como es España
es igual de posible criticar a favor que en contra de la mayoría. Pero algo que no está
fomentado aquí es el respeto a la opinión. Somos tan libres de dar nuestra opinión como
de criticar la de otros, pero sin duda no lo hacemos educadamente y nos lo tomamos
como una ofensa si no es lo que nosotros pensamos. Y de ahí nace el miedo a criticar
a un compañero que está en la pizarra, puesto que no queremos "sufrir" lo mismo, y el
miedo al qué dirán, miedo que se intenta erradicar con el fomento de la personalidad pero
aun así está presente en todos los ciudadanos.
La idea que se ha fomentado sobre la crítica es la de dejar en lo más bajo al vecino, la
película, el libro o al político. Es una forma de convicción para los lectores u oyentes de
que no vayan a ver o leer tal obra o para que miren por encima del hombro, con desprecio
y desagrado a tal persona. En algunos casos podría hasta ser una especie de venganza
por envidia al éxito, que solo busca dar una mala fama al ganador para que baje al
mundo de los, digamos, normales. Sin embargo, la crítica también puede opinar sobre lo
bueno y lo malo y de esta forma ser constructiva, lo que sería una forma de solidaridad.
Y de la misma forma que la crítica destructiva pretende evitar que se vea algo, la crítica
constructiva pretende fomentar el desarrollo y la parte positiva de la obra o la persona.
Desgraciadamente, la crítica constructiva está poco fomentada y a la hora de leer críticas
sobre una película da la impresión de que el crítico busca una perfección difícilmente
alcanzable en un ámbito como, por ejemplo, el cine que no compete a solo una persona
sino a un amplio conjunto de trabajadores. No hay libro tan malo que no tenga algo
bueno.
La crítica es una cualidad más del ser humano y gracias a ella evolucionamos,
comprendemos nuestros errores y llegamos a una perfección artística y personal. Siempre
pensaremos sobre cómo se podría hacer algo mejor y lo mal o bien que nos parece una
actitud, un movimiento o un sistema. Sin ella dejaríamos de ser humanos. En mi opinión
se debería fomentar más la crítica constructiva y con ella la buena educación rompiendo
de una vez la censura disfrazada de discreción. Pero como decía al principio está es solo
mi visión crítica, mi juicio y análisis, mi convicción, mi opinión, tan legítima como la suya.
Es el deber del lector decidir si caerá como tantas otras en la oscuridad de la censura o
será fomentada y asimilada en busca de un mundo mejor.
B. Llorente
el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc. Un
libro, una película, una opinión, una actitud, todo tiene una crítica que al fin y al cabo no
deja de ser otra opinión. No es ni verdad ni mentira, es simplemente otra forma de verlo.
Hecho que ignora la mayoría y por lo que nos fiamos de ellas a la hora de ir al cine o leer
un libro. La variedad es tan amplia como críticos haya por lo que solemos elegir a uno
o varios y, en función de la opinión mayoritaria vemos o no la película, leemos o no el
libro. Sin embargo, si hemos visto la obra antes que leído la crítica y tenemos una opinión
diferente a la de nuestro amado crítico empezamos a desconfiar de él y las próximas
críticas las miraremos con lupa comparándolas con la mayoría. Y ¿entonces qué estamos
haciendo? Opinar, ser críticos y más importante cortar de raíz a todo aquel que no tiene
los mismos intereses que nosotros. Difícilmente encontrará a alguien que adore tanto
como usted cada libro y película que haya visto y no, señor, no será ni menos inteligente
ni más ignorante solo por el hecho de gustarle algo que a usted le parece catastrófico y
vergonzoso. Igual le parecerá persona de pocas luces si desprecia los grandes clásicos, y
se cierra a lo nuevo y no muy trabajado; pero al fin y al cabo esa es solo su opinión.
Sí que existe una opinión general mayoritaria que es la que solemos tratar de verdadera
e irrefutable. Nadie duda que Irena Sendler fue una gran mujer al salvar a miles de niños
judíos en el Holocausto y que merecía tanto el Nobel de la Paz como el reconocimiento
social. Pero aun así puede existir una minoría que piense que fue egoísta por no procurar
salvar también a adolescentes, adultos y mayores. En un país libre como es España
es igual de posible criticar a favor que en contra de la mayoría. Pero algo que no está
fomentado aquí es el respeto a la opinión. Somos tan libres de dar nuestra opinión como
de criticar la de otros, pero sin duda no lo hacemos educadamente y nos lo tomamos
como una ofensa si no es lo que nosotros pensamos. Y de ahí nace el miedo a criticar
a un compañero que está en la pizarra, puesto que no queremos "sufrir" lo mismo, y el
miedo al qué dirán, miedo que se intenta erradicar con el fomento de la personalidad pero
aun así está presente en todos los ciudadanos.
La idea que se ha fomentado sobre la crítica es la de dejar en lo más bajo al vecino, la
película, el libro o al político. Es una forma de convicción para los lectores u oyentes de
que no vayan a ver o leer tal obra o para que miren por encima del hombro, con desprecio
y desagrado a tal persona. En algunos casos podría hasta ser una especie de venganza
por envidia al éxito, que solo busca dar una mala fama al ganador para que baje al
mundo de los, digamos, normales. Sin embargo, la crítica también puede opinar sobre lo
bueno y lo malo y de esta forma ser constructiva, lo que sería una forma de solidaridad.
Y de la misma forma que la crítica destructiva pretende evitar que se vea algo, la crítica
constructiva pretende fomentar el desarrollo y la parte positiva de la obra o la persona.
Desgraciadamente, la crítica constructiva está poco fomentada y a la hora de leer críticas
sobre una película da la impresión de que el crítico busca una perfección difícilmente
alcanzable en un ámbito como, por ejemplo, el cine que no compete a solo una persona
sino a un amplio conjunto de trabajadores. No hay libro tan malo que no tenga algo
bueno.
La crítica es una cualidad más del ser humano y gracias a ella evolucionamos,
comprendemos nuestros errores y llegamos a una perfección artística y personal. Siempre
pensaremos sobre cómo se podría hacer algo mejor y lo mal o bien que nos parece una
actitud, un movimiento o un sistema. Sin ella dejaríamos de ser humanos. En mi opinión
se debería fomentar más la crítica constructiva y con ella la buena educación rompiendo
de una vez la censura disfrazada de discreción. Pero como decía al principio está es solo
mi visión crítica, mi juicio y análisis, mi convicción, mi opinión, tan legítima como la suya.
Es el deber del lector decidir si caerá como tantas otras en la oscuridad de la censura o
será fomentada y asimilada en busca de un mundo mejor.
B. Llorente
Solicitud (B.Ll.)
Yo, Begoña Llorente González, hija de José Luis Llorente, señor de las tierras gijonesas y maestro ingeniero
de las minas asturianas, y de Begoña González, señora de las tierras ovetenses y maestra ingeniera de
las minas asturianas, como conocedora de las tierras que gobernaron mis antepasados, con máxima
indignación
EXPONE
que por causas de falta de empleo en las tierras de sus parientes y necesidad de subsistencia, sus padres
antes nombrados hubieron de partir a las tierras centrales en las que hoy viven, estudian y trabajan que
llaman comúnmente los madriles. Fueron desterrados a aquí, dejando atrás ciudades tan emblemáticas
como Oviedo o Gijón y con ellas el mar Cantábrico y la formalidad de los ovetenses, para adentrarse,
exiliados de su tierra madre, en la oscuridad de una ciudad de luces, prisas y contaminación sin siquiera el
consuelo de tener un cauce digno de llamarse río. No perdiendo nunca el patriotismo asturiano soportaron
la gastronomía madrileña a duras penas sin introducirla nunca en el hogar, tierra santa de Covadonga.
Como extranjeros viven desde hace más de veinte años concibiendo dos hijos, que aunque cayeron en
tierras madrileñas, asturianos fueron criados con sus costumbres y hablares.
Viendo el panorama actual, más de veinte años después, que no ha mejorado, sino empeorado exiliando,
como sucedió con los señores antes citados, a más familias mineras y de otras profesiones igual de
prestigiosas;
SOLICITA:
que el Gobierno tome medidas para restablecer la minería en tierras asturianas y devuelva a los exiliados y
correspondiente descendencia al lugar donde les corresponde, salvando así a un principado cuyo prestigio
histórico va cayendo más rápido que el poder español y cuyas hazañas pasadas no han sido agradecidas
debidamente salvo con los títulos reales y, polémicos premios Príncipe de Asturias. Con ello, devolver a
las ciudades su juventud casi extinta y con ella fomentar la cultura, tradiciones, gastronomía y lengua que
tanto turismo brinda a España. Y así, siguiendo una cadena de positividad llegará todo el país al equilibrio
económico siendo los primeros europeos en salir de la crisis económica, lo que llenaría de orgullo y
satisfacción a nuestra nación. Una vez más, si no recuerdo mal, gracias al pequeño pero potente Principado
de Asturias, a sus fabes, su bable, su marisco y su mar. Restablezcan el sector minero que un día nos llenó
de gloria, o la furia de don Pelayo caerá sobre sus cabezas.
A 16 de diciembre de 2013.
B. Llorente.
de las minas asturianas, y de Begoña González, señora de las tierras ovetenses y maestra ingeniera de
las minas asturianas, como conocedora de las tierras que gobernaron mis antepasados, con máxima
indignación
EXPONE
que por causas de falta de empleo en las tierras de sus parientes y necesidad de subsistencia, sus padres
antes nombrados hubieron de partir a las tierras centrales en las que hoy viven, estudian y trabajan que
llaman comúnmente los madriles. Fueron desterrados a aquí, dejando atrás ciudades tan emblemáticas
como Oviedo o Gijón y con ellas el mar Cantábrico y la formalidad de los ovetenses, para adentrarse,
exiliados de su tierra madre, en la oscuridad de una ciudad de luces, prisas y contaminación sin siquiera el
consuelo de tener un cauce digno de llamarse río. No perdiendo nunca el patriotismo asturiano soportaron
la gastronomía madrileña a duras penas sin introducirla nunca en el hogar, tierra santa de Covadonga.
Como extranjeros viven desde hace más de veinte años concibiendo dos hijos, que aunque cayeron en
tierras madrileñas, asturianos fueron criados con sus costumbres y hablares.
Viendo el panorama actual, más de veinte años después, que no ha mejorado, sino empeorado exiliando,
como sucedió con los señores antes citados, a más familias mineras y de otras profesiones igual de
prestigiosas;
SOLICITA:
que el Gobierno tome medidas para restablecer la minería en tierras asturianas y devuelva a los exiliados y
correspondiente descendencia al lugar donde les corresponde, salvando así a un principado cuyo prestigio
histórico va cayendo más rápido que el poder español y cuyas hazañas pasadas no han sido agradecidas
debidamente salvo con los títulos reales y, polémicos premios Príncipe de Asturias. Con ello, devolver a
las ciudades su juventud casi extinta y con ella fomentar la cultura, tradiciones, gastronomía y lengua que
tanto turismo brinda a España. Y así, siguiendo una cadena de positividad llegará todo el país al equilibrio
económico siendo los primeros europeos en salir de la crisis económica, lo que llenaría de orgullo y
satisfacción a nuestra nación. Una vez más, si no recuerdo mal, gracias al pequeño pero potente Principado
de Asturias, a sus fabes, su bable, su marisco y su mar. Restablezcan el sector minero que un día nos llenó
de gloria, o la furia de don Pelayo caerá sobre sus cabezas.
A 16 de diciembre de 2013.
B. Llorente.
El legado (B.Ll.)
Sentado en esta silla, frente a un micrófono que me apunta como
recriminándome por tener una historia que contar, recuerdo las últimas
palabras de mi padre: "Haz que evolucione la especie". Recuerdo cómo
escapé de aquel viejo hospital por la puerta de atrás en el justo momento
en el que los médicos se dirigían alarmados a la habitación. Recuerdo
atravesar las calles del barrio pobre en el que hasta entonces había vivido.
Tuve la mala suerte de chocarme, literalmente, con el matón del colegio.
Parecía que los dioses querían reírse de mí justo en el momento en el que
más vulnerable era.
Me llevé alguna que otra pedrada pero conseguí cansar a mis
perseguidores y les perdí de vista cuando ya llegaba al límite del barrio. No
pude evitar pararme y saborear aquel gran momento. No había traspasado
nunca esa línea, que no era más que una calle, que separaba mi barrio sucio
y pobre del siguiente, no tanto como rico pero sí más decente que el mío. Mi
mundo se reducía a aquellos cinco kilómetros cuadrados, eso sí, no había
calle, callejuela o pasadizo que yo no conociera, gracias a lo que conseguí
mantenerme con vida durante dieciséis años.
Decidido crucé la calle y me adentré en el incierto futuro que me llevaría
hasta esta incómoda silla señalado por un enfadado micrófono y adulado por
multitud de gente, como el chico del café que me sirve ahora mismo mientras
me halaga y discretamente lee lo que escribo. ¡Vaya, estoy escribiendo sobre
él! Un joven don nadie que se aprovecha de su trabajo para hablar de más
con las más ilustres personas que pasan por la cadena, para luego presumir
con sus amigos.
Parece que ha entendido la indirecta. Siento la grosería impropia de
mí, pero no puedo evitar hacerlo cada vez que algún insensato lee mientras
escribo, pensando que no le veo. No hay nada que me irrite más.
Ahora que me han dejado tranquilo, sigamos. Desde el momento en el
que crucé el fin del mundo mi visión de futuro desapareció. Eso sí, nunca
olvidé cómo en el pasado deseaba estudiar en la universidad y ser un
ingeniero, un médico o un abogado de prestigio para que a mis futuros hijos
no les faltase de nada. Era un estudiante como ninguno, no dejaba pasar
ni una oportunidad de aprender algo nuevo, no había libro que entrara en
casa sin mi previa lectura y minuciosa inspección. No me permitía el lujo de
gastar dinero ya que siempre existía la posibilidad de que cerrasen la mina y
cayésemos en la miseria absoluta.
Y desgraciadamente así fue. La mina cerró y nos mudamos a la ciudad.
Pero no había quien nos salvase de las desgracias. Mi padre enfermó
gravemente.
¿Pero qué hace un huérfano asustado y muerto de hambre cincuenta
años después en tan conocida cadena de radio? Es una larga e increíble
historia que me ha hecho ganar amigos y enemigos. Causa tanta polémica
que he venido a la cadena a despejar las dudas, desmentir las leyendas
y decir que no soy ni mucho menos modesto al decir que no me merezco
semejante premio y fama.
Así que si el lector padece de alergias a la lectura, el interés o la vista
de conjuntos de palabras formando líneas y párrafos, le aconsejo saltarse
las próximas páginas y dirigirse al párrafo final, aunque no garantizo el total
entendimiento de la historia. Espero no perder muchos lectores.
Pasé incontables días en la calle comiendo lo poco que conseguía,
escondiéndome en la estación cerrada de Chamberí, cuidando mi atuendo
y culturizándome en bibliotecas públicas. No agradezco mi forma de vida, ni
mucho menos mi orfandad pero por ellos conseguí una cultura muy superior
a la de mi edad, o eso comprobé cuando entré en la universidad e hice unos
amigos que parecían ser eruditos a ojos de los demás.
Volviendo a las calles, trabajé en empleos de todo tipo, aprendí desde
los oficios más elementales hasta las técnicas más especializadas. Eso sí,
nunca me permitieron sobrepasar el estatus de becario mal pagado, a pesar
de que algunos me miraban con desprecio ya que sabían que tenía mucho
más talento que ellos. Afortunadamente nunca pasé por la oficina de empleo,
que por entonces creaba colas que daban la vuelta al edificio, sino que me
contrataban un tanto ilegalmente. Pero mientras me dieran remuneración
suficiente para comer y lavarme no me iba a andar con escrúpulos. No fui
el típico genio, huérfano y sin techo salvado por un generoso hombre de
negocios. Más me hubiese gustado.
De hecho, por entonces era un adolescente engreído, prepotente y
sabelotodo que caía mal allá a donde fuese. Ahora me veo en el pasado
como un extraño, pero orgulloso de esa desvergüenza, cabezonería y sobre
todo de la cultura que me había forjado.
No, no fui salvado por un héroe, ni siquiera lo fui yo. Cuando decidí
que era hora de cumplir mis sueños de ser alguien de provecho, que por
entonces solo se traducía en ser universitario, mi mayor sorpresa fue que
necesitaba una formación previa que constaba de dos años, años que había
perdido en sobrevivir. Me negué rotundamente a cursarlos y fue entonces
cuando monté el mayor escándalo posible en la recepción de la universidad.
Fue tal que la recepcionista llamó a la policía. Conseguí convencer a una
amplia mayoría de que tenía edad suficiente para entrar en la universidad
y más que conocimientos para no quedarme atrás. Algunos se opusieron
porque, a mi parecer, estaban casi igual de cualificados que yo y creían
injusto que me saltase esos cursos. No recibí ningún apoyo de los profesores
y a pesar de tener a algunos de ellos convencidos tuve que retarles para
demostrar mi capacidad.
Exigí que se me sometiese a un examen en el que cada presente tenía
derecho a hacerme una pregunta. Hubo protestas que exigían el cien por
cien de los aciertos. Acordamos que si respondía correctamente a todas
las preguntas entraría gratis, si no tendría que pagar y se me expulsaría si
bajaba del ocho. Era un alto precio tanto intelectual como económico que
no estaba tan seguro de poder pagar. Decidí que no tenía nada que perder
más que el orgullo, así que me arriesgué a una posible humillación pública.
Acepté.
A la mañana siguiente, después de no haber dormido en absoluto, me
erguí frente a la abarrotada escalinata en la que se sentaban ordenadamente
mis atrevidos examinadores. Con asombro, comprobé cómo algunos perdían
su turno comprobando mi aritmética básica como si fuera un salvaje salido
de la selva. Me empecé a aburrir y empecé a meterme en el papel de
salvaje. La segunda fila parecía más interesante,
Pasaban las horas y aquello era más y más aburrido. Al atardecer
empecé a responder con preguntas retóricas. Perdí a la gran mayoría de mi
audiencia que cansados se iban a memorizar lo que otros hombres dijeron
en el pasado. Al cabo de dos horas solo tenía a un examinador aunque había
aún algún que otro estudiante orbitando a mi alrededor. No me admitieron
en la universidad pero gané un contacto muy importante. Un hombre de más
prestigio que cualquiera de esos petimetres.
Este hombre se interesó tanto por mí que me ofreció un trabajo que el
llamaba "esencial para la Historia": columnista en el periódico del campus.
Puede no sonar muy grandioso, no lo era. El sabio se defendió diciendo:
-Hay dos cosas que hacen que una sociedad sea brillante: la cultura y la
osadía.
Así me convertí en el esclavo del hombre en favor del país, más bien
del campus. Escribía una media de siete artículos al día de los cuales solo
tres solían cubrir las exigencias del hombre y la cautela del periódico. Me
escondía bajo seudónimos que daban que hablar en el campus. Era el
misterioso redactor que ni los propios directores del periódico conocían. Mi
orgullo no pudo si no incrementarse ya que a pesar de vivir encerrado y sin
salario, me creía el más famoso de los escritores.
Llegó un día en el que el jefe no soportó mi orgullo que se había filtrado
en mis columnas, y me despidió. Exigí mi salario pero no recibí más que un
bofetón de todos los artículos escritos y una patada sacándome a la calle.
De nuevo en la calle. Sin nada más que un montón de papeles eché
a andar sin rumbo fijo pensando en mi próximo plan de supervivencia.
Descarté la universidad por mi falta de credenciales y por lo inútil que parecía
estudiar en un centro para solo memorizar libros. Llegué al norte de España
a duras penas, no esperaba encontrar mucho trabajo allí tal y como estaba la
cosa, pero el mar me daba cierta esperanza.
Empecé trabajando gratuitamente para unos viejos pescadores que ya
no estaban para trotes. Poco a poco me fueron pagando míseros sueldos.
Adquirí tanta experiencia en el mundo de la navegación que fui ascendiendo
hasta ser tripulante de un regatista engreído que se consideraba un Jean
Le Cam en potencia. Cuando estaba de baja me pedía que "pasease" el
barco y, yo, fuera de mí, iba hasta los límites de mi título. Tuve la osadía
de llegar a Francia mientras el regatista estaba en un viaje de negocios
con su manager exaltando la "gran" experiencia y técnica del joven. Me
irritaba tanto su egocentrismo que le dejé en evidencia frente a todos los
franceses presentes, acudiendo a la reunión con su propio barco y saludando
desde cubierta. En cuanto pisé tierra fui despedido, pero orgulloso de mí, le
pregunté en perfecto francés:
-¿Llamo al camión o va navegando?
A lo que contestó:
-Más te vale llamarlo o...
Para cuando cayó en su error los decepcionados franceses ya me
rodeaban ofreciéndome un puesto en alguno de sus prestigiosos veleros.
Conforme pasaba el tiempo me iba dando cuenta de que el orgullo era
una herramienta un tanto inestable. Según me hacía mayor y mi vida se iba
acomodando dejé de ser el genio engreído que todos admiraban, detestaban
y respetaban, para pasar a ser el hombre que soy hoy, al que tanto admiran
todos, hasta el punto de hacerme hablar ante el público anónimo de la radio.
Los periodistas que me rodeaban se rieron, el director del programa
continuó contando mi historia mientras yo negaba prácticamente todo para
luego explicarlo a mi modo. Quien quiera que fuesen los que inventaron mi
historia no les recomendaría hacerse escritores pues en ningún momento
enlazan las historias ni explican cómo llegué a ser tan conocido. Insisto en
que es una historia increíble y que si el lector no quiere creer mi versión, se
salte tan duras páginas, pero es mi profesión contar la verdad de las historias
y nunca he pretendido mentir.
Parece ser que los grandes genios no son reconocidos hasta su muerte.
Éste era mi genio, mi maestro, mi padre. Un luchador que vivió la riqueza
y la miseria. Orgulloso en su juventud, modesto en sus últimos años. En
esta entrevista de radio, dos semanas antes de irse de este mundo, estaba
rodeado del regatista engreído, del hombre de la universidad y de cada una
de las personas que le despidieron. Rió y lloró con ellos. Les perdonó a
todos. Dedicó su vida a la búsqueda de la verdad, buscó las historias más
alucinantes pero nunca descubrió totalmente la suya. Desde pequeña me
decía que el misterio era la fuente de la curiosidad. Nos legó a mí y a mis
hermanos su historia y, como siempre nos había advertido, no contó el final
hasta el último momento.
Frente a este micrófono que me apunta como incriminándome por tener
una historia que contar, recuerdo las últimas palabras de mi padre: "Haz que
evolucione la especie".
B. Llorente
recriminándome por tener una historia que contar, recuerdo las últimas
palabras de mi padre: "Haz que evolucione la especie". Recuerdo cómo
escapé de aquel viejo hospital por la puerta de atrás en el justo momento
en el que los médicos se dirigían alarmados a la habitación. Recuerdo
atravesar las calles del barrio pobre en el que hasta entonces había vivido.
Tuve la mala suerte de chocarme, literalmente, con el matón del colegio.
Parecía que los dioses querían reírse de mí justo en el momento en el que
más vulnerable era.
Me llevé alguna que otra pedrada pero conseguí cansar a mis
perseguidores y les perdí de vista cuando ya llegaba al límite del barrio. No
pude evitar pararme y saborear aquel gran momento. No había traspasado
nunca esa línea, que no era más que una calle, que separaba mi barrio sucio
y pobre del siguiente, no tanto como rico pero sí más decente que el mío. Mi
mundo se reducía a aquellos cinco kilómetros cuadrados, eso sí, no había
calle, callejuela o pasadizo que yo no conociera, gracias a lo que conseguí
mantenerme con vida durante dieciséis años.
Decidido crucé la calle y me adentré en el incierto futuro que me llevaría
hasta esta incómoda silla señalado por un enfadado micrófono y adulado por
multitud de gente, como el chico del café que me sirve ahora mismo mientras
me halaga y discretamente lee lo que escribo. ¡Vaya, estoy escribiendo sobre
él! Un joven don nadie que se aprovecha de su trabajo para hablar de más
con las más ilustres personas que pasan por la cadena, para luego presumir
con sus amigos.
Parece que ha entendido la indirecta. Siento la grosería impropia de
mí, pero no puedo evitar hacerlo cada vez que algún insensato lee mientras
escribo, pensando que no le veo. No hay nada que me irrite más.
Ahora que me han dejado tranquilo, sigamos. Desde el momento en el
que crucé el fin del mundo mi visión de futuro desapareció. Eso sí, nunca
olvidé cómo en el pasado deseaba estudiar en la universidad y ser un
ingeniero, un médico o un abogado de prestigio para que a mis futuros hijos
no les faltase de nada. Era un estudiante como ninguno, no dejaba pasar
ni una oportunidad de aprender algo nuevo, no había libro que entrara en
casa sin mi previa lectura y minuciosa inspección. No me permitía el lujo de
gastar dinero ya que siempre existía la posibilidad de que cerrasen la mina y
cayésemos en la miseria absoluta.
Y desgraciadamente así fue. La mina cerró y nos mudamos a la ciudad.
Pero no había quien nos salvase de las desgracias. Mi padre enfermó
gravemente.
¿Pero qué hace un huérfano asustado y muerto de hambre cincuenta
años después en tan conocida cadena de radio? Es una larga e increíble
historia que me ha hecho ganar amigos y enemigos. Causa tanta polémica
que he venido a la cadena a despejar las dudas, desmentir las leyendas
y decir que no soy ni mucho menos modesto al decir que no me merezco
semejante premio y fama.
Así que si el lector padece de alergias a la lectura, el interés o la vista
de conjuntos de palabras formando líneas y párrafos, le aconsejo saltarse
las próximas páginas y dirigirse al párrafo final, aunque no garantizo el total
entendimiento de la historia. Espero no perder muchos lectores.
Pasé incontables días en la calle comiendo lo poco que conseguía,
escondiéndome en la estación cerrada de Chamberí, cuidando mi atuendo
y culturizándome en bibliotecas públicas. No agradezco mi forma de vida, ni
mucho menos mi orfandad pero por ellos conseguí una cultura muy superior
a la de mi edad, o eso comprobé cuando entré en la universidad e hice unos
amigos que parecían ser eruditos a ojos de los demás.
Volviendo a las calles, trabajé en empleos de todo tipo, aprendí desde
los oficios más elementales hasta las técnicas más especializadas. Eso sí,
nunca me permitieron sobrepasar el estatus de becario mal pagado, a pesar
de que algunos me miraban con desprecio ya que sabían que tenía mucho
más talento que ellos. Afortunadamente nunca pasé por la oficina de empleo,
que por entonces creaba colas que daban la vuelta al edificio, sino que me
contrataban un tanto ilegalmente. Pero mientras me dieran remuneración
suficiente para comer y lavarme no me iba a andar con escrúpulos. No fui
el típico genio, huérfano y sin techo salvado por un generoso hombre de
negocios. Más me hubiese gustado.
De hecho, por entonces era un adolescente engreído, prepotente y
sabelotodo que caía mal allá a donde fuese. Ahora me veo en el pasado
como un extraño, pero orgulloso de esa desvergüenza, cabezonería y sobre
todo de la cultura que me había forjado.
No, no fui salvado por un héroe, ni siquiera lo fui yo. Cuando decidí
que era hora de cumplir mis sueños de ser alguien de provecho, que por
entonces solo se traducía en ser universitario, mi mayor sorpresa fue que
necesitaba una formación previa que constaba de dos años, años que había
perdido en sobrevivir. Me negué rotundamente a cursarlos y fue entonces
cuando monté el mayor escándalo posible en la recepción de la universidad.
Fue tal que la recepcionista llamó a la policía. Conseguí convencer a una
amplia mayoría de que tenía edad suficiente para entrar en la universidad
y más que conocimientos para no quedarme atrás. Algunos se opusieron
porque, a mi parecer, estaban casi igual de cualificados que yo y creían
injusto que me saltase esos cursos. No recibí ningún apoyo de los profesores
y a pesar de tener a algunos de ellos convencidos tuve que retarles para
demostrar mi capacidad.
Exigí que se me sometiese a un examen en el que cada presente tenía
derecho a hacerme una pregunta. Hubo protestas que exigían el cien por
cien de los aciertos. Acordamos que si respondía correctamente a todas
las preguntas entraría gratis, si no tendría que pagar y se me expulsaría si
bajaba del ocho. Era un alto precio tanto intelectual como económico que
no estaba tan seguro de poder pagar. Decidí que no tenía nada que perder
más que el orgullo, así que me arriesgué a una posible humillación pública.
Acepté.
A la mañana siguiente, después de no haber dormido en absoluto, me
erguí frente a la abarrotada escalinata en la que se sentaban ordenadamente
mis atrevidos examinadores. Con asombro, comprobé cómo algunos perdían
su turno comprobando mi aritmética básica como si fuera un salvaje salido
de la selva. Me empecé a aburrir y empecé a meterme en el papel de
salvaje. La segunda fila parecía más interesante,
Pasaban las horas y aquello era más y más aburrido. Al atardecer
empecé a responder con preguntas retóricas. Perdí a la gran mayoría de mi
audiencia que cansados se iban a memorizar lo que otros hombres dijeron
en el pasado. Al cabo de dos horas solo tenía a un examinador aunque había
aún algún que otro estudiante orbitando a mi alrededor. No me admitieron
en la universidad pero gané un contacto muy importante. Un hombre de más
prestigio que cualquiera de esos petimetres.
Este hombre se interesó tanto por mí que me ofreció un trabajo que el
llamaba "esencial para la Historia": columnista en el periódico del campus.
Puede no sonar muy grandioso, no lo era. El sabio se defendió diciendo:
-Hay dos cosas que hacen que una sociedad sea brillante: la cultura y la
osadía.
Así me convertí en el esclavo del hombre en favor del país, más bien
del campus. Escribía una media de siete artículos al día de los cuales solo
tres solían cubrir las exigencias del hombre y la cautela del periódico. Me
escondía bajo seudónimos que daban que hablar en el campus. Era el
misterioso redactor que ni los propios directores del periódico conocían. Mi
orgullo no pudo si no incrementarse ya que a pesar de vivir encerrado y sin
salario, me creía el más famoso de los escritores.
Llegó un día en el que el jefe no soportó mi orgullo que se había filtrado
en mis columnas, y me despidió. Exigí mi salario pero no recibí más que un
bofetón de todos los artículos escritos y una patada sacándome a la calle.
De nuevo en la calle. Sin nada más que un montón de papeles eché
a andar sin rumbo fijo pensando en mi próximo plan de supervivencia.
Descarté la universidad por mi falta de credenciales y por lo inútil que parecía
estudiar en un centro para solo memorizar libros. Llegué al norte de España
a duras penas, no esperaba encontrar mucho trabajo allí tal y como estaba la
cosa, pero el mar me daba cierta esperanza.
Empecé trabajando gratuitamente para unos viejos pescadores que ya
no estaban para trotes. Poco a poco me fueron pagando míseros sueldos.
Adquirí tanta experiencia en el mundo de la navegación que fui ascendiendo
hasta ser tripulante de un regatista engreído que se consideraba un Jean
Le Cam en potencia. Cuando estaba de baja me pedía que "pasease" el
barco y, yo, fuera de mí, iba hasta los límites de mi título. Tuve la osadía
de llegar a Francia mientras el regatista estaba en un viaje de negocios
con su manager exaltando la "gran" experiencia y técnica del joven. Me
irritaba tanto su egocentrismo que le dejé en evidencia frente a todos los
franceses presentes, acudiendo a la reunión con su propio barco y saludando
desde cubierta. En cuanto pisé tierra fui despedido, pero orgulloso de mí, le
pregunté en perfecto francés:
-¿Llamo al camión o va navegando?
A lo que contestó:
-Más te vale llamarlo o...
Para cuando cayó en su error los decepcionados franceses ya me
rodeaban ofreciéndome un puesto en alguno de sus prestigiosos veleros.
Conforme pasaba el tiempo me iba dando cuenta de que el orgullo era
una herramienta un tanto inestable. Según me hacía mayor y mi vida se iba
acomodando dejé de ser el genio engreído que todos admiraban, detestaban
y respetaban, para pasar a ser el hombre que soy hoy, al que tanto admiran
todos, hasta el punto de hacerme hablar ante el público anónimo de la radio.
Los periodistas que me rodeaban se rieron, el director del programa
continuó contando mi historia mientras yo negaba prácticamente todo para
luego explicarlo a mi modo. Quien quiera que fuesen los que inventaron mi
historia no les recomendaría hacerse escritores pues en ningún momento
enlazan las historias ni explican cómo llegué a ser tan conocido. Insisto en
que es una historia increíble y que si el lector no quiere creer mi versión, se
salte tan duras páginas, pero es mi profesión contar la verdad de las historias
y nunca he pretendido mentir.
Parece ser que los grandes genios no son reconocidos hasta su muerte.
Éste era mi genio, mi maestro, mi padre. Un luchador que vivió la riqueza
y la miseria. Orgulloso en su juventud, modesto en sus últimos años. En
esta entrevista de radio, dos semanas antes de irse de este mundo, estaba
rodeado del regatista engreído, del hombre de la universidad y de cada una
de las personas que le despidieron. Rió y lloró con ellos. Les perdonó a
todos. Dedicó su vida a la búsqueda de la verdad, buscó las historias más
alucinantes pero nunca descubrió totalmente la suya. Desde pequeña me
decía que el misterio era la fuente de la curiosidad. Nos legó a mí y a mis
hermanos su historia y, como siempre nos había advertido, no contó el final
hasta el último momento.
Frente a este micrófono que me apunta como incriminándome por tener
una historia que contar, recuerdo las últimas palabras de mi padre: "Haz que
evolucione la especie".
B. Llorente
Doce campanadas
Apuró el paso al
escuchar las doce campanadas y empezó a temblar. Su paso se hizo cada vez más
vivo. Empezó a mirar constantemente hacia los lados y hacia atrás, como si
alguien le persiguiera. Su respiración era cada vez más agitada y sentía como
los temblores subían desde sus manos y se volvían más intensos. De pronto sintió
un fuerte calor en las entrañas y comenzó a sudar copiosamente. Comenzó a
correr sintiendo cada vez más miedo. El calor subió desde su vientre hasta su
cabeza. Corría cada vez más rápido. Sentía la sangre bombeando en sus sienes. Sentía
como la angustia le dominaba y sintió un pánico que le impedía pensar. Sólo podía
correr.
Tropezó y cayó al
suelo cuando sonó la última campanada. La duodécima. Permaneció en el suelo
temblando hasta que logró calmarse. Luego se sentó y se pasó la mano por la
cara y se frotó los ojos para despejarse. Mientras se levantaba decidió tomarse
dos tranquilizantes esa noche antes de dormir, y también pedir hora al día
siguiente con el siquiatra.
Seguía sin
superar el síndrome de cenicienta.
JL Llorente
JL Llorente
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