Maravillado escuchaba, veía; saboreaba aquella preciosidad. Sentía cómo la energía de un
sentimiento triste le instaba a levantarse, mirar al cielo, reír y llorar, llamar a Dios… arrodillarse
ante aquella sobrehumana música. Quería abrazar, estrujar y consolar a aquellos hombres que
lamentaban todas las vidas perdidas, mostraban su furia; y poco a poco morían. No pudo
evitarlo, aquel mecer del violonchelo, ese ímpetu sobre el violín y este vigor sobre los timbales
descontrolaban todo su ser. La magia de aquella batuta hechizó sus pensamientos invocando
la imagen de aquel arduo viaje por las áridas llanuras, el dolor de sus amigos heridos por los
filos de aquellas barreras y la impotencia ante el fracaso de aquellos que por un centímetro
volvían a su continente de origen mientras a él se le concedía una oportunidad.
Sin embargo, aquellos no eran más que salvables impedimentos, piedras en el camino que en
comparación con las condiciones venideras podían ser pateadas. El verdadero gigante era
aquel cuadrado musculoso que ejercía su autoridad bajo la intimidación. El verdadero desleal
hidalgo era aquella mujer que apartaba a su hijo del peligroso color de su piel. El verdadero
diablo era aquel que se vestía con las ropas de la igualdad y libertad. Aquellos eran los
mayores bellacos, los más temibles ladrones y los más deshonestos infieles. Terroristas de la
historia que habían saboteado su huida desde el momento en que partió de su aldea, habían
desamparado su dignidad dejando su alma hecha jirones y le habían permitido vagar por el
salón de la humillación pública.
Pero lo que nunca pudieron arrebatarle fue su fuerza de voluntad, aquella que sólo se forjaba
bajo el castigo del sol y el retumbar de los tambores alrededor de la danza de la más mísera y
honesta felicidad. No pudieron privarle de la inteligencia emocional que había fascinado a
muchos y agradecido a tantos. No supieron robarle el ansia de seguridad porque no conocían
semejante estado de desesperación. Aquel hombre debía, sabía y merecía conocer la
evolución por la que fue esclavizado, amar la grandilocuencia de sentimientos pintados y
saborear la libertad que nunca se le otorgó.
En aquel auditorio sintió por encima de todo la fusión con tantos seres que disfrutaban el
privilegio de haber nacido al norte. Pero era sólo él, un pequeño punto oscuro en un papel
brillante, el que podía dibujar el faro que guiase a los hombres hacia la cordura de una
cooperación entre historias y deslumbrase al predominio de unos pocos sobre muchos, de la
misma manera que aquel preludio de una muerte no anunciada descubría en aquellos
melancólicos mortales la belleza de la vida.