sábado, 25 de abril de 2015

Técnica armónica (B.Ll.)

Maravillado escuchaba, veía; saboreaba aquella preciosidad. Sentía cómo la energía de un

sentimiento triste le instaba a levantarse, mirar al cielo, reír y llorar, llamar a Dios… arrodillarse

ante aquella sobrehumana música. Quería abrazar, estrujar y consolar a aquellos hombres que

lamentaban todas las vidas perdidas, mostraban su furia; y poco a poco morían. No pudo

evitarlo, aquel mecer del violonchelo, ese ímpetu sobre el violín y este vigor sobre los timbales

descontrolaban todo su ser. La magia de aquella batuta hechizó sus pensamientos invocando

la imagen de aquel arduo viaje por las áridas llanuras, el dolor de sus amigos heridos por los

filos de aquellas barreras y la impotencia ante el fracaso de aquellos que por un centímetro

volvían a su continente de origen mientras a él se le concedía una oportunidad.

Sin embargo, aquellos no eran más que salvables impedimentos, piedras en el camino que en

comparación con las condiciones venideras podían ser pateadas. El verdadero gigante era

aquel cuadrado musculoso que ejercía su autoridad bajo la intimidación. El verdadero desleal

hidalgo era aquella mujer que apartaba a su hijo del peligroso color de su piel. El verdadero

diablo era aquel que se vestía con las ropas de la igualdad y libertad. Aquellos eran los

mayores bellacos, los más temibles ladrones y los más deshonestos infieles. Terroristas de la

historia que habían saboteado su huida desde el momento en que partió de su aldea, habían

desamparado su dignidad dejando su alma hecha jirones y le habían permitido vagar por el

salón de la humillación pública.

Pero lo que nunca pudieron arrebatarle fue su fuerza de voluntad, aquella que sólo se forjaba

bajo el castigo del sol y el retumbar de los tambores alrededor de la danza de la más mísera y

honesta felicidad. No pudieron privarle de la inteligencia emocional que había fascinado a

muchos y agradecido a tantos. No supieron robarle el ansia de seguridad porque no conocían

semejante estado de desesperación. Aquel hombre debía, sabía y merecía conocer la

evolución por la que fue esclavizado, amar la grandilocuencia de sentimientos pintados y

saborear la libertad que nunca se le otorgó.

En aquel auditorio sintió por encima de todo la fusión con tantos seres que disfrutaban el

privilegio de haber nacido al norte. Pero era sólo él, un pequeño punto oscuro en un papel

brillante, el que podía dibujar el faro que guiase a los hombres hacia la cordura de una

cooperación entre historias y deslumbrase al predominio de unos pocos sobre muchos, de la

misma manera que aquel preludio de una muerte no anunciada descubría en aquellos

melancólicos mortales la belleza de la vida.

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