Apuró el paso al
escuchar las doce campanadas y empezó a temblar. Su paso se hizo cada vez más
vivo. Empezó a mirar constantemente hacia los lados y hacia atrás, como si
alguien le persiguiera. Su respiración era cada vez más agitada y sentía como
los temblores subían desde sus manos y se volvían más intensos. De pronto sintió
un fuerte calor en las entrañas y comenzó a sudar copiosamente. Comenzó a
correr sintiendo cada vez más miedo. El calor subió desde su vientre hasta su
cabeza. Corría cada vez más rápido. Sentía la sangre bombeando en sus sienes. Sentía
como la angustia le dominaba y sintió un pánico que le impedía pensar. Sólo podía
correr.
Tropezó y cayó al
suelo cuando sonó la última campanada. La duodécima. Permaneció en el suelo
temblando hasta que logró calmarse. Luego se sentó y se pasó la mano por la
cara y se frotó los ojos para despejarse. Mientras se levantaba decidió tomarse
dos tranquilizantes esa noche antes de dormir, y también pedir hora al día
siguiente con el siquiatra.
Seguía sin
superar el síndrome de cenicienta.
JL Llorente
JL Llorente
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