martes, 7 de enero de 2014

El legado (B.Ll.)

Sentado en esta silla, frente a un micrófono que me apunta como
recriminándome por tener una historia que contar, recuerdo las últimas
palabras de mi padre: "Haz que evolucione la especie". Recuerdo cómo
escapé de aquel viejo hospital por la puerta de atrás en el justo momento
en el que los médicos se dirigían alarmados  a la habitación. Recuerdo
atravesar las calles del barrio pobre en el que hasta entonces había vivido.
Tuve la mala suerte de chocarme, literalmente, con el matón del colegio.
Parecía que los dioses querían reírse de mí justo en el momento en el que
más vulnerable era.
Me llevé alguna que otra pedrada pero conseguí cansar a mis
perseguidores y les perdí de vista cuando ya llegaba al límite del barrio. No
pude evitar pararme y saborear aquel gran momento. No había traspasado
nunca esa línea, que no era más que una calle, que separaba mi barrio sucio
y pobre del siguiente, no tanto como rico pero sí más decente que el mío. Mi
mundo se reducía a aquellos cinco kilómetros cuadrados, eso sí, no había
calle, callejuela o pasadizo que yo no conociera, gracias a lo que conseguí
mantenerme con vida durante dieciséis años.
Decidido crucé la calle y me adentré en el incierto futuro que me llevaría
hasta esta incómoda silla señalado por un enfadado micrófono y adulado por
multitud de gente, como el chico del café que me sirve ahora mismo mientras
me halaga y discretamente lee lo que escribo. ¡Vaya, estoy escribiendo sobre
él! Un joven don nadie que se aprovecha de su trabajo para hablar de más
con las más ilustres personas que pasan por la cadena, para luego presumir
con sus amigos.
Parece que ha entendido la indirecta. Siento la grosería impropia de
mí, pero no puedo evitar hacerlo cada vez que algún insensato lee mientras
escribo, pensando que no le veo. No hay nada que me irrite más.
Ahora que me han dejado tranquilo, sigamos. Desde el momento en el
que crucé el fin del mundo mi visión de futuro desapareció. Eso sí, nunca
olvidé cómo en el pasado deseaba estudiar en la universidad y ser un
ingeniero, un médico o un abogado de prestigio para que a mis futuros hijos
no les faltase de nada. Era un estudiante como ninguno, no dejaba pasar
ni una oportunidad de aprender algo nuevo, no había libro que entrara en
casa sin mi previa lectura y minuciosa inspección. No me permitía el lujo de
gastar dinero ya que siempre existía la posibilidad de que cerrasen la mina y
cayésemos en la miseria absoluta.
Y desgraciadamente así fue. La mina cerró y nos mudamos a la ciudad.
Pero no había quien nos salvase de las desgracias. Mi padre enfermó
gravemente.
¿Pero qué hace un huérfano asustado y muerto de hambre cincuenta
años después en tan conocida cadena de radio? Es una larga e increíble
historia que me ha hecho ganar amigos y enemigos. Causa tanta polémica
que he venido a la cadena a despejar las dudas, desmentir las leyendas
y decir que no soy ni mucho menos modesto al decir que no me merezco
semejante premio y fama.
Así que si el lector padece de alergias a la lectura, el interés o la vista
de conjuntos de palabras formando líneas y párrafos, le aconsejo saltarse
las próximas páginas y dirigirse al párrafo final, aunque no garantizo el total
entendimiento de la historia. Espero no perder muchos lectores.
Pasé incontables días en la calle comiendo lo poco que conseguía,
escondiéndome en la estación cerrada de Chamberí, cuidando mi atuendo
y culturizándome en bibliotecas públicas. No agradezco mi forma de vida, ni
mucho menos mi orfandad pero por ellos conseguí una cultura muy superior
a la de mi edad, o eso comprobé cuando entré en la universidad e hice unos
amigos que parecían ser eruditos a ojos de los demás.
Volviendo a las calles, trabajé en empleos de todo tipo, aprendí desde
los oficios más elementales hasta las técnicas más especializadas. Eso sí,
nunca me permitieron sobrepasar el estatus de becario mal pagado, a pesar
de que algunos me miraban con desprecio ya que sabían que tenía mucho
más talento que ellos. Afortunadamente nunca pasé por la oficina de empleo,
que por entonces creaba colas que daban la vuelta al edificio, sino que me
contrataban un tanto ilegalmente. Pero mientras me dieran remuneración
suficiente para comer y lavarme no me iba a andar con escrúpulos. No fui
el típico genio, huérfano y sin techo salvado por un generoso hombre de
negocios. Más me hubiese gustado.
De hecho, por entonces era un adolescente engreído, prepotente y
sabelotodo que caía mal allá a donde fuese. Ahora me veo en el pasado
como un extraño, pero orgulloso de esa desvergüenza, cabezonería y sobre
todo de la cultura que me había forjado.
No, no fui salvado por un héroe, ni siquiera lo fui yo. Cuando decidí
que era hora de cumplir mis sueños de ser alguien de provecho, que por
entonces solo se traducía en ser universitario, mi mayor sorpresa fue que
necesitaba una formación previa que constaba de dos años, años que había
perdido en sobrevivir. Me negué rotundamente a cursarlos y fue entonces
cuando monté el mayor escándalo posible en la recepción de la universidad.
Fue tal que la recepcionista llamó a la policía. Conseguí convencer a una
amplia mayoría de que tenía edad suficiente para entrar en la universidad
y más que conocimientos para no quedarme atrás. Algunos se opusieron
porque, a mi parecer, estaban casi igual de cualificados que yo y creían
injusto que me saltase esos cursos. No recibí ningún apoyo de los profesores
y a pesar de tener a algunos de ellos convencidos tuve que retarles para
demostrar mi capacidad.
Exigí que se me sometiese a un examen en el que cada presente tenía
derecho a hacerme una pregunta. Hubo protestas que exigían el cien por
cien de los aciertos. Acordamos que si respondía correctamente a todas
las preguntas entraría gratis, si no tendría que pagar y se me expulsaría si
bajaba del ocho. Era un alto precio tanto intelectual como económico que
no estaba tan seguro de poder pagar. Decidí que no tenía nada que perder
más que el orgullo, así que me arriesgué a una posible humillación pública.
Acepté.
A la mañana siguiente, después de no haber dormido en absoluto, me
erguí frente a la abarrotada escalinata en la que se sentaban ordenadamente
mis atrevidos examinadores. Con asombro, comprobé cómo algunos perdían
su turno comprobando mi aritmética básica como si fuera un salvaje salido
de la selva. Me empecé a aburrir y empecé a meterme en el papel de
salvaje. La segunda fila parecía más interesante,
Pasaban las horas y aquello era más y más aburrido. Al atardecer
empecé a responder con preguntas retóricas. Perdí a la gran mayoría de mi
audiencia que cansados se iban a memorizar lo que otros hombres dijeron
en el pasado. Al cabo de dos horas solo tenía a un examinador aunque había
aún algún que otro estudiante orbitando a mi alrededor. No me admitieron
en la universidad pero gané un contacto muy importante. Un hombre de más
prestigio que cualquiera de esos petimetres.
Este hombre se interesó tanto por mí que me ofreció un trabajo que el
llamaba "esencial para la Historia": columnista en el periódico del campus.
Puede no sonar muy grandioso, no lo era. El sabio se defendió diciendo:
-Hay dos cosas que hacen que una sociedad sea brillante: la cultura y la
osadía.
Así me convertí en el esclavo del hombre en favor del país, más bien
del campus. Escribía una media de siete artículos al día de los cuales solo
tres solían cubrir las exigencias del hombre y la cautela del periódico. Me
escondía bajo seudónimos que daban que hablar en el campus. Era el
misterioso redactor que ni los propios directores del periódico conocían. Mi
orgullo no pudo si no incrementarse ya que a pesar de vivir encerrado y sin
salario, me creía el más famoso de los escritores.
Llegó un día en el que el jefe no soportó mi orgullo que se había filtrado
en mis columnas, y me despidió. Exigí mi salario pero no recibí más que un
bofetón de todos los artículos escritos y una patada sacándome a la calle.
De nuevo en la calle. Sin nada más que un montón de papeles eché
a andar sin rumbo fijo pensando en mi próximo plan de supervivencia.
Descarté la universidad por mi falta de credenciales y por lo inútil que parecía
estudiar en un centro para solo memorizar libros. Llegué al norte de España
a duras penas, no esperaba encontrar mucho trabajo allí tal y como estaba la
cosa, pero el mar me daba cierta esperanza.
Empecé trabajando gratuitamente para unos viejos pescadores que ya
no estaban para trotes. Poco a poco me fueron pagando míseros sueldos.
Adquirí tanta experiencia en el mundo de la navegación que fui ascendiendo
hasta ser tripulante de un regatista engreído que se consideraba un Jean
Le Cam en potencia. Cuando estaba de baja me pedía que "pasease" el
barco y, yo, fuera de mí, iba hasta los límites de mi título. Tuve la osadía
de llegar a Francia mientras el regatista estaba en un viaje de negocios
con su manager exaltando la "gran" experiencia y técnica del joven. Me
irritaba tanto su egocentrismo que le dejé en evidencia frente a todos los
franceses presentes, acudiendo a la reunión con su propio barco y saludando
desde cubierta. En cuanto pisé tierra fui despedido, pero orgulloso de mí, le
pregunté en perfecto francés:
-¿Llamo al camión o va navegando?
A lo que contestó:
-Más te vale llamarlo o...
Para cuando cayó en su error los decepcionados franceses ya me
rodeaban ofreciéndome un puesto en alguno de sus prestigiosos veleros.
Conforme pasaba el tiempo me iba dando cuenta de que el orgullo era
una herramienta un tanto inestable. Según me hacía mayor y mi vida se iba
acomodando dejé de ser el genio engreído que todos admiraban, detestaban
y respetaban, para pasar a ser el hombre que soy hoy, al que tanto admiran
todos, hasta el punto de hacerme hablar ante el público anónimo de la radio.
Los periodistas que me rodeaban se rieron, el director del programa
continuó contando mi historia mientras yo negaba prácticamente todo para
luego explicarlo a mi modo. Quien quiera que fuesen los que inventaron mi
historia no les recomendaría hacerse escritores pues en ningún momento
enlazan las historias ni explican cómo llegué a ser tan conocido. Insisto en
que es una historia increíble y que si el lector no quiere creer mi versión, se
salte tan duras páginas, pero es mi profesión contar la verdad de las historias
y nunca he pretendido mentir.
Parece ser que los grandes genios no son reconocidos hasta su muerte.
Éste era mi genio, mi maestro, mi padre. Un luchador que vivió la riqueza
y la miseria. Orgulloso en su juventud, modesto en sus últimos años. En
esta entrevista de radio, dos semanas antes de irse de este mundo, estaba
rodeado del regatista engreído, del hombre de la universidad y de cada una
de las personas que le despidieron. Rió y lloró con ellos. Les perdonó a
todos. Dedicó su vida a la búsqueda de la verdad, buscó las historias más
alucinantes pero nunca descubrió totalmente la suya. Desde pequeña me
decía que el misterio era la fuente de la curiosidad. Nos legó a mí y a mis
hermanos su historia y, como siempre nos había advertido, no contó el final
hasta el último momento.
Frente a este micrófono que me apunta como incriminándome por tener
una historia que contar, recuerdo las últimas palabras de mi padre: "Haz que
evolucione la especie".


B. Llorente

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