Creo que es mejor empezar esta historia
por el final. Y el final es el día, o mejor dicho, la tarde, de mi muerte.
Quizás puede parecer pretencioso fijar esta fecha como referencia, ya que es la
única en la que merecí salir en un lugar destacado en el periódico (bueno, salí
al día siguiente), aunque fuese en una esquela y en la sección de sucesos, pero
todo el mismo día. Por no añadir los correos y comentarios en las redes
sociales, casi cien, que cruzaron mis pocos amigos. Lo que me hubiese gustado
es poder publicar yo mismo en Facebook: “Que sepáis que me han matado esta
tarde”. Lo hubiese publicado en varios idiomas, para que los conocidos de
distintos países pudiesen enterarse y contestar. Si supiese usar Twitter,
seguro que conseguiría ser trending topic por unas horas.
Pero, como comprenderéis, es una fecha
importante de mi vida para mí. Bueno, más bien, la última. Así que volvamos al
principio de esta página que es también el final de esta historia.
Como os decía, era por la tarde. Había estado
trabajando en casa y fui a tomarme un café y un coñac después de comer a la
terraza del bar debajo de mi casa. Fue una tarde entretenida. Pasaron varios conocidos
por allí en muy poco tiempo, y apenas tuve tiempo de leer el periódico entre
conversación y conversación. Cuando estaba casi a punto de acabar, se sentó en
la mesa de al lado, un hombre de mi edad y pidió un café. Me llamó la atención
que lo pagase inmediatamente y pidiese un ticket.
Aún no me he presentado, pero teniendo en
cuenta que ya estoy muerto, no hace falta entrar en mucho detalle. Baste decir
que soy casi cincuentón. De hecho me mataron el día antes de cumplir los
cincuenta, un martes cualquiera. Tengo una familia estable y suficiente
armoniosa y, como dije antes, pocos amigos y muchos conocidos. Como estoy
escribiendo esto después de estar muerto, mezclo los tiempos verbales, y uso el
presente al referirme a mí o a vosotros, y el pasado al contaros la historia.
Por otra parte, como buen asturiano que soy, abuso a veces del pretérito
indefinido a costa del perfecto, pero espero que me disculpéis. Y si no me
disculpáis, nunca lo voy a saber.
Volviendo al tema del ticket. Hace años
tuve un vecino (digo tuve, porque hace mucho tiempo que no le veo), unos quince
años más joven que yo, que era militar y alcohólico. Cuidado, no estoy
estableciendo ninguna relación entre ambos aspectos. El caso es que el chico,
para mí era muy joven, estuvo ingresado en algún centro de rehabilitación. Y
venía periódicamente a visitar a su madre, que vivía en mi edificio. Siempre
pasaba a tomar un café, después o antes de la visita, y tenía que pedir el
ticket, ya que en el centro de rehabilitación controlaban sus gastos, para
evitar que reincidiese.
Por ello, me fijé en el hombre que se
había sentado a mi lado. Llevaba una barba mal cuidada, pero por lo demás no
tenía mal aspecto. Unos vaqueros y un jersey. Completamente normal. No llegué a
cruzar su mirada por lo que me quedé sin tener una imagen completa. Debe ser
una manía mía, pero siempre he pensado que no se puede empezar a comprender a
una persona sin mirarla a los ojos. Y también, por ello, a veces yo oculto mi
mirada, cuando quiero ocultar un pensamiento.
Cuando conseguí acabar el periódico, fui
a pagar y me dirigí al portal. Por lo visto, por otros, porque yo estaba de
espaldas, ese hombre se levantó, se puso detrás de mí y, justo cuando abría la
puerta, me clavó una navaja en el riñón derecho. Me empujó un poco y cerró la
puerta. Y se fue paseando por mi misma calle sin llamar la atención.
Al parecer, caí sobre el portal sin hacer
mucho ruido, pero mi cabeza chocó contra el primer escalón y mi cráneo se
rompió, con lo que empecé a sangrar. El portero, que estaba en su sitio en el
entresuelo, sin ver la entrada del portal, se fue a las escaleras al oir un
golpe y al verme vino corriendo a ayudarme, se puso a gritar y llamó al SAMUR. Parece
que se montó un buen lío, con varios vecinos implicados, mientras intentaban
localizar a mi mujer y a todas las personas que podrían conocerme. Pero para
cuando llegó una ambulancia, yo ya estaba muerto completamente, y casi diría
felizmente.
No sé si sabéis que pasa si te cortan el
riñón con una navaja. La gracia del asunto, si se puede decir así, es que no
llegas a gritar. El dolor es tan intenso que te paraliza absolutamente,
incluidas las cuerdas vocales. No mueres al instante, tardas unos segundos,
quizás un minuto, o dos como mucho. Pero son unos segundos de dolor
insoportable. Yo tuve la suerte de darme en la cabeza con el escalón, por lo
que sufrí mucho menos.
Al principio pensaron que me había
tropezado o me había dado un ataque al corazón. Luego, la médico del SAMUR vio la
incisión en mi espalda y llamó a la policía. Al final, unos dos meses después,
el caso lo resolvieron entre un policía nacional que era frecuente del bar de
debajo de mi casa, y, por cierto, también era asturiano, y un policía de
movilidad, con el que solía charlar sobre libros y le considerada casi amigo, y
con el que había estado hablando esa misma tarde, que reconoció al hombre de la
barba.
Cuando localizaron a mi asesino y
confesó, explicó los motivos de sus actos. En efecto, era alcohólico y estaba
en rehabilitación, como mi antiguo vecino. Le molestó verme tomando una copa de
coñac, mientras que él estaba completamente controlado, y decidió vengarse en
mí. Simplemente envidia de un placer que le estaba prohibido.
Le entiendo y le comprendo. Sólo me
parece mal el método que utilizó para matarme. Si no llega a ser por el escalón
hubiese sufrido muchísimo. Hubiese sido mejor que me cortase la garganta. Así
no tendría riesgo de sufrir. Aunque también comprendo que hay más riesgo de
mancharse, porque salta la sangre, y es más difícil escapar.
No hay nada malo en morir, sea
voluntariamente o forzado por otras circunstancias, pero sí está mal morir
sufriendo.
Creo que tuve mucha suerte.
Morir sin perder la vida (la muerte volitiva)
Ya os he contado mi muerte física, que ha
sido bastante espectacular, por no decir peliculera, pero hay más maneras de
morirse y, sin embargo, seguir vivo. Distingo, al menos otras tres, la muerte
intelectual, la emocional y la volitiva. No sé cual os interesa más, pero, como
escribo yo, voy a poner el orden que me dé la gana. Y voy a empezar por la
última.
La muerte volitiva es la muerte de la
voluntad. Es cuando se te acaban las fuerzas y ya no acometes nuevos retos. Cuando
ya no tienes más cosas que hacer. O cuando, que es aún más duro, ya has hecho
todas las cosas que podías hacer bien, y por mucho que te esfuerces, cualquier
cosa nueva que hagas, la harás mal, al menos desde tu propio punto de vista y
de tu propia evaluación de los resultados. Ya sé que eso es una tontería y que
cualquier otro imbécil podría evaluarte mejor. Pero lo que importa es la nota
que tú te das. Y cuando bajas del cinco empiezas a sentirte mal. Y, antes o
después, bajas de cinco.
Si eres medianamente sensato, te evalúas
todos los días para ver que jodida está la cosa, o para los pesimistas mal
informados, ver que todo sigue igual en tu vida. Os puedo asegurar que no es
cierto, sólo va a peor. Pero si vosotros creéis que sí, no hay problema. No voy
a discutir por eso. Y no porque quiera vivir cien años, como en el chiste del
peruano que vivió ciento años porque no discutía (y además, aunque quisiera ya
no puedo, pues ya estoy muerto), si no porque a cada uno sólo le engaña con
precisión él mismo. Y me incluyo en la última afirmación.
Volvamos a mi espectacular muerte física.
Ya supongo que os daréis cuenta que antes había sufrido una muerte volitiva
previa. Había sido años antes.
No sé exactamente como empezó. Pero un
día me dí cuenta de que no pensaba en nuevas ideas profesionales, más o menos desde
hace diez años; en nuevas ideas personales, más o menos desde hace cinco años;
ni en nuevas ideas de ningún tipo desde hace mucho tiempo. Simplemente no tenía
ningún proyecto de vida. ¡Cuidado!, con una salvedad: la educación de mis
hijos. Pero eso está casi conseguido y con éxito. Y me pongo la medalla que
creo que me corresponde. Pero no tenía ningún objetivo en mi vida a alcanzar. Y
no pasaba nada. ¡Coño!, ¡que a gusto me sentí! ¿Para qué complicarse la vida,
si basta con dejarla seguir?
Como todo está asociado, al dejar de
pensar en la vida empecé a pensar en la muerte, y, ¡qué curioso!, no me resultó
desagradable. Si lo piensas bien, la muerte es un descanso. Para una persona
que está todo el día, y parte de la noche, aunque esté soñando, intentando
imaginar un futuro distinto, no sólo para ti sino también para los demás, a ser
posible mejor, y cuando te despiertas intentas de dar realidad a tu sueños, y
no lo consigues un día tras otro, este esfuerzo fatiga. Y fatiga mucho. Cada
año más.
Por ello, llegas a un punto en el que
pierdes la voluntad de hacer. Es la muerte volitiva. No es tan trágica como mi peliculera
muerte real. Pero es más dolorosa. Porque sólo la sientes tú. Sólo tú sabes que
ha muerto tu voluntad. No hay SAMUR, ni policías. Nadie te llora. Te lloras tu
solo. A ti mismo.
Pero veamos el punto opuesto, el de mi
asesino. Casi debería decir el de mi querido asesino. ¿Cuál era su voluntad
cuando me metió una navaja en el riñón? ¿Cuánto de consciente era de las
consecuencias? ¿Lo hubiese hecho si supiese algo de mi vida, si me conociese? O
al contrario, ¿lo hubiese hecho con más tranquilidad sabiendo quién soy y como
soy? (¡Perdón!, como era. Aún no me acostumbro a mi nuevo estado mortuorio).
La pregunta es: éste mi querido y jodido
loco, (lo digo con cariño) ¿Estaba haciendo algo bueno o malo? ¿Era consciente
de lo que hacía? ¿Lo hizo sólo por su voluntad o ya no tenía voluntad y sólo
fue un impulso irrefrenable? ¿También el estaba volitivamente muerto? Si yo no
estuviese ya en el crematorio me gustaría preguntárselo.
No estoy seguro de cuando morí en este
formato (me refiero a la muerte volitiva, y no sé si formato es la palabra
adecuada). No puedo ponerle fecha. Antes comenté cuando empezó, pero no sé
cuando se consumó. Creo que es un proceso lento donde tus fuerzas por mejorar
las cosas se agotan y un día ya no eres capaz de levantar la pesa, o subirte a
la bici, por poner ejemplos simples. Y digo ejemplo simple, por no decir
absurdo, porque en mi vida se me ha ocurrido levantar pesas, y hace años que no
me subo a una bicicleta. Ni creo que vuelva a hacerlo, entre otras cosas porque
estoy muerto.
Morir sin perder la vida (la muerte intelectual)
Me vuelvo a saltar el orden en el que
expuse estas tres secciones, pero, repito, escribo yo y en el orden en que me
da la gana. Pero, este orden no es gratuito, tiene un sentido. Un sentido de
gravedad. Y de gravedad de dolor.
Me explico: la muerte intelectual es la
más grave de todas, porque anula las otras muertes sin perder la vida, e
incluso dulcifica la muerte real, pero no es la más dolorosa. Y para mí el
orden de gravedad está regido por el dolor.
La muerte intelectual, que también es
progresiva y silenciosa, te anula como persona. Empieza antes de que te enteres,
y después, ya no tienes que preocuparte por enterarte. Ya no puedes.
Quizás es la muerte más dulce de las tres
de las que hablamos ahora. Sobre todo para ti mismo. Aunque la más amarga para
los que te rodean. Pero apenas te duele. Por eso la pongo en este lugar. Además,
no existe un desencadenante puntual de esta muerte. Simplemente pasa, por
enfermedad o simplemente por vejez. Es la que más odio y la que más quisiera
evitar.
Creo que aún no estoy cerca de esta
muerte (siempre me olvido que he sido limpia y felizmente asesinado), y por eso
aún puedo escribir este documento póstumo. Esto es un oximorón, porque no puedo
estar muerto y escribiendo, pero me permitiréis la licencia poética.
También espero que me permitáis volver de
nuevo a mi amigo asesino. Ya le he cogido cariño de tanto hablar de él. En este
caso no puedo calificarle de otro modo. La precisión del navajazo en el riñón
no deja dudas de lo activo que estaba en ese sentido. Hay que reconocer que lo
hizo con eficacia. Desde luego, él no estaba intelectualmente muerto. Y no
puedo dejar de alegrarme por él. Y por mí.
Morir sin perder la vida (la muerte emocional)
La muerte emocional es la más dura. Es la
que más daña. Es la única que es peor que la física. Y lo peor es que
sobreviene de pronto. Sin avisar. Y puede ser desencadenada por un hecho
puntual, aunque normalmente es consecuencia de un proceso más largo.
Además, ni siquiera es una muerte
completa. Así de cabrona es. Te deja en un estado intermedio, como de zombi, en
el que no estás ni vivo ni muerto. En el que aún padeces, pero no sientes. En
el que aún sufres, pero no hay ya alegrías. En el que lo mejor que te puede
pasar es la muerte física de una vez.
La muerte emocional es cuando ya no
tienes una ILUSIÓN, con mayúsculas, por vivir. Y una ilusión no es un objetivo
material (eso está en la vida volitiva), ni intelectual (eso ya sabéis donde
está). Una ilusión está en ti mismo. No importa si esa ilusión es
materializable, plausible, tangible, o cualquier otra palabra rara que queráis
usar. Lo que importa es que tú la sientas y la tengas dentro de ti. Puedes
tener una o muchas; pueden ser incompatibles entre sí; pueden ser absurdas, o
simplemente imposibles. Pero mientras tengas una ilusión aún estarás vivo. Y
cuando no tengas ninguna estarás muerto en vida.
Yo he tenido muchas ilusiones en mi vida.
Recuerdo con cariño la primera y una de las más intensas: ser astronauta. No
era un objetivo, porque sabía que nunca lo sería. Y nunca lo fui.
O navegar en un barco alrededor del
mundo, a lo que nunca me atrevería. Pero soñar es gratuito. También tuve la
ilusión de ser feliz todo lo posible, y, curiosamente, lo conseguí la mayor
parte de mi vida, hasta poco antes de morir. Pero todas esas ilusiones pasan o
se atenúan, y aunque te quede el recuerdo, de algún modo se pierden.
Pero un día pierdes la última ILUSIÓN.
Esa que te acaba de llegar iluminando el último recodo del camino de tu vida y
que te deslumbra por su maravilla. Ese fogonazo de luz, que dura muy poco. Tan
poco, que tras cegarte, lo ves todo mucho más negro. Y es cuando sabes que no
puedes volver a tener otra. Es la última y ya ha acabado. Acabas de morir
emocionalmente.
Puede que eso sea lo que ha pasado a mi
amigo, que me mató. Y no sé porqué le llamo así, si ni siquiera tengo su e-mail,
¡y ya me jode!
Puede que esa copa de coñac que yo estaba
tomando fuese su última ilusión incumplible, como yo he tenido otras. Y puede
que en ese momento sintiese su muerte emocional. Y puede que todo se volviese
negro para él en ese momento.
Quizás fui yo el que le mató en vida, y
no él a mí.
Afortunado
Después de que fuese incinerado fue
cuando me dí cuenta de la suerte que había tenido.
A ver si lo explico bien: yo no creo en
el alma ni en nada relacionado con la vida después de la muerte, ni en esas
cosas que explican los curas, algunos de ellos, buenos amigos.
Lo que pasa es que el cerebro tiene su
propio reloj temporal, y cuando acabó mi proceso de análisis de lo que me había
pasado, en tiempo normal ya estaba hecho cenizas, pero como mi cerebro es más
rápido, me dio tiempo por escribir estas notas, y así poder contaros la
historia completa.
Me dí cuenta de varias cosas: primero,
que sólo había muerto dos veces; física y volitivamente. Y que mi muerte física
me había evitado llegar a la muerte emocional, que ya estaba próxima, y sería
la más dura. Y además había evitado la muerte intelectual, lo cual es de
agradecer, como cuando tomas un postre de tres chocolates, que es mi preferido.
No sé que pasó con el tipo de la barba,
mi amigo, después de que le pillasen, porque todo esto está cada vez más
caliente y mi cerebro está a punto de licuarse. Pero me doy cuenta de que, en
el fondo, me hizo un favor. Espero que le ayuden a recuperarse del todo. Al fin
y al cabo, en buena parte todo fue culpa mía. Y el sólo hizo lo que debía.
Ni siquiera me da tiempo de colgar esto
en Facebook. Os lo mando a algunos amigos por correo. Por favor difundirlo en
la red, a ser posible por Twitter, que yo no sé usarlo.
JL Llorente