lunes, 25 de febrero de 2013

Cuento 1: Mi muerte

Creo que es mejor empezar esta historia por el final. Y el final es el día, o mejor dicho, la tarde, de mi muerte. Quizás puede parecer pretencioso fijar esta fecha como referencia, ya que es la única en la que merecí salir en un lugar destacado en el periódico (bueno, salí al día siguiente), aunque fuese en una esquela y en la sección de sucesos, pero todo el mismo día. Por no añadir los correos y comentarios en las redes sociales, casi cien, que cruzaron mis pocos amigos. Lo que me hubiese gustado es poder publicar yo mismo en Facebook: “Que sepáis que me han matado esta tarde”. Lo hubiese publicado en varios idiomas, para que los conocidos de distintos países pudiesen enterarse y contestar. Si supiese usar Twitter, seguro que conseguiría ser trending topic por unas horas.

Pero, como comprenderéis, es una fecha importante de mi vida para mí. Bueno, más bien, la última. Así que volvamos al principio de esta página que es también el final de esta historia.

Como os decía, era por la tarde. Había estado trabajando en casa y fui a tomarme un café y un coñac después de comer a la terraza del bar debajo de mi casa. Fue una tarde entretenida. Pasaron varios conocidos por allí en muy poco tiempo, y apenas tuve tiempo de leer el periódico entre conversación y conversación. Cuando estaba casi a punto de acabar, se sentó en la mesa de al lado, un hombre de mi edad y pidió un café. Me llamó la atención que lo pagase inmediatamente y pidiese un ticket.

Aún no me he presentado, pero teniendo en cuenta que ya estoy muerto, no hace falta entrar en mucho detalle. Baste decir que soy casi cincuentón. De hecho me mataron el día antes de cumplir los cincuenta, un martes cualquiera. Tengo una familia estable y suficiente armoniosa y, como dije antes, pocos amigos y muchos conocidos. Como estoy escribiendo esto después de estar muerto, mezclo los tiempos verbales, y uso el presente al referirme a mí o a vosotros, y el pasado al contaros la historia. Por otra parte, como buen asturiano que soy, abuso a veces del pretérito indefinido a costa del perfecto, pero espero que me disculpéis. Y si no me disculpáis, nunca lo voy a saber.

Volviendo al tema del ticket. Hace años tuve un vecino (digo tuve, porque hace mucho tiempo que no le veo), unos quince años más joven que yo, que era militar y alcohólico. Cuidado, no estoy estableciendo ninguna relación entre ambos aspectos. El caso es que el chico, para mí era muy joven, estuvo ingresado en algún centro de rehabilitación. Y venía periódicamente a visitar a su madre, que vivía en mi edificio. Siempre pasaba a tomar un café, después o antes de la visita, y tenía que pedir el ticket, ya que en el centro de rehabilitación controlaban sus gastos, para evitar que reincidiese.

Por ello, me fijé en el hombre que se había sentado a mi lado. Llevaba una barba mal cuidada, pero por lo demás no tenía mal aspecto. Unos vaqueros y un jersey. Completamente normal. No llegué a cruzar su mirada por lo que me quedé sin tener una imagen completa. Debe ser una manía mía, pero siempre he pensado que no se puede empezar a comprender a una persona sin mirarla a los ojos. Y también, por ello, a veces yo oculto mi mirada, cuando quiero ocultar un pensamiento.

Cuando conseguí acabar el periódico, fui a pagar y me dirigí al portal. Por lo visto, por otros, porque yo estaba de espaldas, ese hombre se levantó, se puso detrás de mí y, justo cuando abría la puerta, me clavó una navaja en el riñón derecho. Me empujó un poco y cerró la puerta. Y se fue paseando por mi misma calle sin llamar la atención.

Al parecer, caí sobre el portal sin hacer mucho ruido, pero mi cabeza chocó contra el primer escalón y mi cráneo se rompió, con lo que empecé a sangrar. El portero, que estaba en su sitio en el entresuelo, sin ver la entrada del portal, se fue a las escaleras al oir un golpe y al verme vino corriendo a ayudarme, se puso a gritar y llamó al SAMUR. Parece que se montó un buen lío, con varios vecinos implicados, mientras intentaban localizar a mi mujer y a todas las personas que podrían conocerme. Pero para cuando llegó una ambulancia, yo ya estaba muerto completamente, y casi diría felizmente.

No sé si sabéis que pasa si te cortan el riñón con una navaja. La gracia del asunto, si se puede decir así, es que no llegas a gritar. El dolor es tan intenso que te paraliza absolutamente, incluidas las cuerdas vocales. No mueres al instante, tardas unos segundos, quizás un minuto, o dos como mucho. Pero son unos segundos de dolor insoportable. Yo tuve la suerte de darme en la cabeza con el escalón, por lo que sufrí mucho menos.

Al principio pensaron que me había tropezado o me había dado un ataque al corazón. Luego, la médico del SAMUR vio la incisión en mi espalda y llamó a la policía. Al final, unos dos meses después, el caso lo resolvieron entre un policía nacional que era frecuente del bar de debajo de mi casa, y, por cierto, también era asturiano, y un policía de movilidad, con el que solía charlar sobre libros y le considerada casi amigo, y con el que había estado hablando esa misma tarde, que reconoció al hombre de la barba.

Cuando localizaron a mi asesino y confesó, explicó los motivos de sus actos. En efecto, era alcohólico y estaba en rehabilitación, como mi antiguo vecino. Le molestó verme tomando una copa de coñac, mientras que él estaba completamente controlado, y decidió vengarse en mí. Simplemente envidia de un placer que le estaba prohibido.

Le entiendo y le comprendo. Sólo me parece mal el método que utilizó para matarme. Si no llega a ser por el escalón hubiese sufrido muchísimo. Hubiese sido mejor que me cortase la garganta. Así no tendría riesgo de sufrir. Aunque también comprendo que hay más riesgo de mancharse, porque salta la sangre, y es más difícil escapar.

No hay nada malo en morir, sea voluntariamente o forzado por otras circunstancias, pero sí está mal morir sufriendo.

Creo que tuve mucha suerte.

Morir sin perder la vida (la muerte volitiva)


Ya os he contado mi muerte física, que ha sido bastante espectacular, por no decir peliculera, pero hay más maneras de morirse y, sin embargo, seguir vivo. Distingo, al menos otras tres, la muerte intelectual, la emocional y la volitiva. No sé cual os interesa más, pero, como escribo yo, voy a poner el orden que me dé la gana. Y voy a empezar por la última.

La muerte volitiva es la muerte de la voluntad. Es cuando se te acaban las fuerzas y ya no acometes nuevos retos. Cuando ya no tienes más cosas que hacer. O cuando, que es aún más duro, ya has hecho todas las cosas que podías hacer bien, y por mucho que te esfuerces, cualquier cosa nueva que hagas, la harás mal, al menos desde tu propio punto de vista y de tu propia evaluación de los resultados. Ya sé que eso es una tontería y que cualquier otro imbécil podría evaluarte mejor. Pero lo que importa es la nota que tú te das. Y cuando bajas del cinco empiezas a sentirte mal. Y, antes o después, bajas de cinco.

Si eres medianamente sensato, te evalúas todos los días para ver que jodida está la cosa, o para los pesimistas mal informados, ver que todo sigue igual en tu vida. Os puedo asegurar que no es cierto, sólo va a peor. Pero si vosotros creéis que sí, no hay problema. No voy a discutir por eso. Y no porque quiera vivir cien años, como en el chiste del peruano que vivió ciento años porque no discutía (y además, aunque quisiera ya no puedo, pues ya estoy muerto), si no porque a cada uno sólo le engaña con precisión él mismo. Y me incluyo en la última afirmación.

Volvamos a mi espectacular muerte física. Ya supongo que os daréis cuenta que antes había sufrido una muerte volitiva previa. Había sido años antes.

No sé exactamente como empezó. Pero un día me dí cuenta de que no pensaba en nuevas ideas profesionales, más o menos desde hace diez años; en nuevas ideas personales, más o menos desde hace cinco años; ni en nuevas ideas de ningún tipo desde hace mucho tiempo. Simplemente no tenía ningún proyecto de vida. ¡Cuidado!, con una salvedad: la educación de mis hijos. Pero eso está casi conseguido y con éxito. Y me pongo la medalla que creo que me corresponde. Pero no tenía ningún objetivo en mi vida a alcanzar. Y no pasaba nada. ¡Coño!, ¡que a gusto me sentí! ¿Para qué complicarse la vida, si basta con dejarla seguir?

Como todo está asociado, al dejar de pensar en la vida empecé a pensar en la muerte, y, ¡qué curioso!, no me resultó desagradable. Si lo piensas bien, la muerte es un descanso. Para una persona que está todo el día, y parte de la noche, aunque esté soñando, intentando imaginar un futuro distinto, no sólo para ti sino también para los demás, a ser posible mejor, y cuando te despiertas intentas de dar realidad a tu sueños, y no lo consigues un día tras otro, este esfuerzo fatiga. Y fatiga mucho. Cada año más.

Por ello, llegas a un punto en el que pierdes la voluntad de hacer. Es la muerte volitiva. No es tan trágica como mi peliculera muerte real. Pero es más dolorosa. Porque sólo la sientes tú. Sólo tú sabes que ha muerto tu voluntad. No hay SAMUR, ni policías. Nadie te llora. Te lloras tu solo. A ti mismo.

Pero veamos el punto opuesto, el de mi asesino. Casi debería decir el de mi querido asesino. ¿Cuál era su voluntad cuando me metió una navaja en el riñón? ¿Cuánto de consciente era de las consecuencias? ¿Lo hubiese hecho si supiese algo de mi vida, si me conociese? O al contrario, ¿lo hubiese hecho con más tranquilidad sabiendo quién soy y como soy? (¡Perdón!, como era. Aún no me acostumbro a mi nuevo estado mortuorio).

La pregunta es: éste mi querido y jodido loco, (lo digo con cariño) ¿Estaba haciendo algo bueno o malo? ¿Era consciente de lo que hacía? ¿Lo hizo sólo por su voluntad o ya no tenía voluntad y sólo fue un impulso irrefrenable? ¿También el estaba volitivamente muerto? Si yo no estuviese ya en el crematorio me gustaría preguntárselo.

No estoy seguro de cuando morí en este formato (me refiero a la muerte volitiva, y no sé si formato es la palabra adecuada). No puedo ponerle fecha. Antes comenté cuando empezó, pero no sé cuando se consumó. Creo que es un proceso lento donde tus fuerzas por mejorar las cosas se agotan y un día ya no eres capaz de levantar la pesa, o subirte a la bici, por poner ejemplos simples. Y digo ejemplo simple, por no decir absurdo, porque en mi vida se me ha ocurrido levantar pesas, y hace años que no me subo a una bicicleta. Ni creo que vuelva a hacerlo, entre otras cosas porque estoy muerto.

Morir sin perder la vida (la muerte intelectual)


Me vuelvo a saltar el orden en el que expuse estas tres secciones, pero, repito, escribo yo y en el orden en que me da la gana. Pero, este orden no es gratuito, tiene un sentido. Un sentido de gravedad. Y de gravedad de dolor.

Me explico: la muerte intelectual es la más grave de todas, porque anula las otras muertes sin perder la vida, e incluso dulcifica la muerte real, pero no es la más dolorosa. Y para mí el orden de gravedad está regido por el dolor.

La muerte intelectual, que también es progresiva y silenciosa, te anula como persona. Empieza antes de que te enteres, y después, ya no tienes que preocuparte por enterarte. Ya no puedes.

Quizás es la muerte más dulce de las tres de las que hablamos ahora. Sobre todo para ti mismo. Aunque la más amarga para los que te rodean. Pero apenas te duele. Por eso la pongo en este lugar. Además, no existe un desencadenante puntual de esta muerte. Simplemente pasa, por enfermedad o simplemente por vejez. Es la que más odio y la que más quisiera evitar.

Creo que aún no estoy cerca de esta muerte (siempre me olvido que he sido limpia y felizmente asesinado), y por eso aún puedo escribir este documento póstumo. Esto es un oximorón, porque no puedo estar muerto y escribiendo, pero me permitiréis la licencia poética.

También espero que me permitáis volver de nuevo a mi amigo asesino. Ya le he cogido cariño de tanto hablar de él. En este caso no puedo calificarle de otro modo. La precisión del navajazo en el riñón no deja dudas de lo activo que estaba en ese sentido. Hay que reconocer que lo hizo con eficacia. Desde luego, él no estaba intelectualmente muerto. Y no puedo dejar de alegrarme por él. Y por mí.

Morir sin perder la vida (la muerte emocional)


La muerte emocional es la más dura. Es la que más daña. Es la única que es peor que la física. Y lo peor es que sobreviene de pronto. Sin avisar. Y puede ser desencadenada por un hecho puntual, aunque normalmente es consecuencia de un proceso más largo.

Además, ni siquiera es una muerte completa. Así de cabrona es. Te deja en un estado intermedio, como de zombi, en el que no estás ni vivo ni muerto. En el que aún padeces, pero no sientes. En el que aún sufres, pero no hay ya alegrías. En el que lo mejor que te puede pasar es la muerte física de una vez.

La muerte emocional es cuando ya no tienes una ILUSIÓN, con mayúsculas, por vivir. Y una ilusión no es un objetivo material (eso está en la vida volitiva), ni intelectual (eso ya sabéis donde está). Una ilusión está en ti mismo. No importa si esa ilusión es materializable, plausible, tangible, o cualquier otra palabra rara que queráis usar. Lo que importa es que tú la sientas y la tengas dentro de ti. Puedes tener una o muchas; pueden ser incompatibles entre sí; pueden ser absurdas, o simplemente imposibles. Pero mientras tengas una ilusión aún estarás vivo. Y cuando no tengas ninguna estarás muerto en vida.

Yo he tenido muchas ilusiones en mi vida. Recuerdo con cariño la primera y una de las más intensas: ser astronauta. No era un objetivo, porque sabía que nunca lo sería. Y nunca lo fui.
O navegar en un barco alrededor del mundo, a lo que nunca me atrevería. Pero soñar es gratuito. También tuve la ilusión de ser feliz todo lo posible, y, curiosamente, lo conseguí la mayor parte de mi vida, hasta poco antes de morir. Pero todas esas ilusiones pasan o se atenúan, y aunque te quede el recuerdo, de algún modo se pierden.

Pero un día pierdes la última ILUSIÓN. Esa que te acaba de llegar iluminando el último recodo del camino de tu vida y que te deslumbra por su maravilla. Ese fogonazo de luz, que dura muy poco. Tan poco, que tras cegarte, lo ves todo mucho más negro. Y es cuando sabes que no puedes volver a tener otra. Es la última y ya ha acabado. Acabas de morir emocionalmente.

Puede que eso sea lo que ha pasado a mi amigo, que me mató. Y no sé porqué le llamo así, si ni siquiera tengo su e-mail, ¡y ya me jode!

Puede que esa copa de coñac que yo estaba tomando fuese su última ilusión incumplible, como yo he tenido otras. Y puede que en ese momento sintiese su muerte emocional. Y puede que todo se volviese negro para él en ese momento.

Quizás fui yo el que le mató en vida, y no él a mí.

Afortunado


Después de que fuese incinerado fue cuando me dí cuenta de la suerte que había tenido.

A ver si lo explico bien: yo no creo en el alma ni en nada relacionado con la vida después de la muerte, ni en esas cosas que explican los curas, algunos de ellos, buenos amigos.

Lo que pasa es que el cerebro tiene su propio reloj temporal, y cuando acabó mi proceso de análisis de lo que me había pasado, en tiempo normal ya estaba hecho cenizas, pero como mi cerebro es más rápido, me dio tiempo por escribir estas notas, y así poder contaros la historia completa.

Me dí cuenta de varias cosas: primero, que sólo había muerto dos veces; física y volitivamente. Y que mi muerte física me había evitado llegar a la muerte emocional, que ya estaba próxima, y sería la más dura. Y además había evitado la muerte intelectual, lo cual es de agradecer, como cuando tomas un postre de tres chocolates, que es mi preferido.

No sé que pasó con el tipo de la barba, mi amigo, después de que le pillasen, porque todo esto está cada vez más caliente y mi cerebro está a punto de licuarse. Pero me doy cuenta de que, en el fondo, me hizo un favor. Espero que le ayuden a recuperarse del todo. Al fin y al cabo, en buena parte todo fue culpa mía. Y el sólo hizo lo que debía.

Ni siquiera me da tiempo de colgar esto en Facebook. Os lo mando a algunos amigos por correo. Por favor difundirlo en la red, a ser posible por Twitter, que yo no sé usarlo.

JL Llorente

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