sábado, 22 de junio de 2013

Ni te cases ni te embarques

La muerte de Antonio fue inesperada, un poco absurda, pero sobre todo, inoportuna. Porque sólo a él se le ocurriría morirse el día de su boda, después de tantos años intentando casarse y no encontrando con quién.

Pero es que Antonio era un desgraciado, y en todos los sentidos. Gracia tenía muy poca, y la simpatía, la agudeza o la brillantez eran ajenas a su personalidad. Vamos, que no caía en gracia ni a sus mejores y escasos amigos, que aún así le teníamos aprecio.

Y encima era un poco gafe, aunque sólo para sí mismo. Me refiero a que tenía tanta mala suerte como si todas las mañanas se cruzase con un gato negro y pasase por debajo de tres escaleras.

Por ello, cuando nos contó que tenía una novia y que iba a casarse, primero nos lo tomamos a broma y le dimos unas palmaditas en la espalda sin hacerle apenas caso. Pero cuando insistió, empezamos a mirarnos entre nosotros y a hacer esfuerzos para no reírnos. Y cuando se puso muy serio y dijo que nos invitaría a todos a la boda, nos pusimos más serios y empezamos a pensar en si se encontraría mal.

Pero días después todos recibimos la invitación a la boda, que se celebraría en una iglesia en la parte alta de la ciudad el siguiente martes. El grupo de amigos nos juntamos y tras decidir que no podía ser una broma, ya que Antonio no tenía ni la maldad ni la inteligencia para urdir un follón tan grande, le compramos un regalo.

El martes, un poco antes de la boda, nos juntamos en un bar cerca de la iglesia, desde el que veíamos llegar a los distintos invitados. Salimos poco antes de la hora de la ceremonia y vimos llegar el coche de la novia, que venía muy elegante y era bastante guapa. Como imaginaréis, nuestras bocas estaban cada vez más abiertas por el asombro.

A la hora de la ceremonia, la novia entró en la iglesia, pero Antonio no llegaba. Nos quedamos en la puerta, por si necesitaba que le aparcásemos el coche o cualquier otra cosa. Pero no llegaba. Y empezamos a ponernos nerviosos.

El padre de la novia salió dos veces. El cura también. Y Antonio no llegaba.

A la media hora, la novia se fue llorando con su familia. Y nosotros nos quedamos sin saber que hacer.

No fue hasta por la tarde cuando nos enteramos de lo que había pasado. Un camión de basura había perdido los frenos bajando desde la parte alta de la ciudad y se había llevado por delante a Antonio. Sus padres se habían salvado por los pelos, pero él no.

La verdad es que siempre recordaré con cariño a Antonio, porque, aunque desgraciado, era buen tío. Lo que pasa es que sólo se le ocurriría a él casarse un martes.

Y ese mismo día tenían pensado salir de luna de miel en un crucero. Menos mal que murió por la mañana, porque la tragedia hubiese sido aún mayor.


JL Llorente

jueves, 20 de junio de 2013

Los problemas de Bernardo

Estaba tranquilamente jugando al ajedrez y recostado en mi cama cuando entró el médico de golpe en mi habitación del hospital.

Noté que tenía el gesto adusto, un poco más de lo habitual, aunque a todos los médicos les encanta aparentar una severidad ficticia, que hace que sus aserciones suenen más graves, importantes, e incluso solemnes.

- ¡Hola Bernardo!

- ¡Hola doctor!

- Bueno, ya hemos finalizado todos los análisis y pruebas. Y, bueno, ya le podemos dar un diagnóstico.

Entonces pensé en decirle que ya era hora. Más que nada porque llevaba dos semanas encerrado en esa habitación, salvo cuando me bajaban a hacer análisis y pruebas, a los que yo solía llamar, los experimentos.

Pero, por educación, no dije lo que pensaba, si no que, con una media sonrisa, que trataba de indicar un falso interés, le pregunté por sus conclusiones.

- Tengo que darle malas noticias.

Moví la cabeza ligeramente hacia la izquierda y alcé las cejas, interrogándole.

- Tiene usted cáncer.

Me mantuve impávido y recoloqué mi cabeza y mis cejas hasta que continuó.

- Para ser más precisos, tiene usted tres cánceres malignos desarrollados: de páncreas, de piel y de pulmón.

Asentí para que siguiese hablando.

- Los tres son independientes y se desarrollarán cada uno a su ritmo.

Entonces tomó un trago de una botellita de agua que llevaba en su mano antes de seguir.

- La buena noticia es que ninguno de los tres parece que sea capaz de desarrollar una metástasis a corto plazo.

- Y ¿la mala?

Volvió a tomar otro trago antes de contestar.

- Que no podemos tratar cada uno de ellos por separado… sin riesgo,… digamos, de empeorar alguno de los otros dos.

Asentí de nuevo y me tomé unos instantes antes de responder.

- A ver si lo entiendo bien. No se pueden tratar los tres problemas, por llamarlos de alguna manera, a la vez. Y tampoco se pueden tratar por separado, por digamos, los daños colaterales.

El médico asintió. Su cara estaba cada vez más seria y más pálida.

- Entonces, la situación está claramente definida. Y el objetivo, que es, doy por supuesto, que yo no muera, es inalcanzable.

Mi última frase provocó una gran reacción en el médico que se irguió de golpe en la silla.

- ¡Ése es mi deber!

- ¡Pero no tu responsabilidad! si no tienes medios para conseguirlo. Has hecho, y perdona que te trate de tú  pero creo que ya tenemos confianza suficiente, todo lo que has podido para tratar de entender el problema, que en este caso son tres, y resolverlo. Y has llegado a un callejón sin salida. Y cuando uno llega a un impasse no le queda más que dar la vuelta. Sin más.
Además, el problema no es tan grave. Sólo soy una persona normal y corriente, que morirá mañana en un accidente, o dentro de dos o diez o treinta años. Y mi muerte no tendrá mayor importancia, salvo para mi familia y para algunos, que no todos, de mis amigos.
Tú has hecho tu trabajo bien y debes considerarlo un éxito, aunque no haya una solución.

El doctor tenía la boca completamente abierta y no me respondió, así que seguí hablando, o más exactamente, concluí mi discurso con una sola frase:

- Ahora, ¿me puedes dar el alta?

Y le tendí la mano sonriendo para que me la estrechase.



JL Llorente

martes, 11 de junio de 2013

Entre el clavel y la rosa, le pido, señorita, que escoja

Y no se trataba de un calambur, aunque estaba inspirado en el famoso de Quevedo. Era una simple oferta de elección, entre la amistad, representada por el clavel blanco, y el amor, que describía la rosa roja.

Pero, aunque soy un apasionado de la floriografía victoriana, cometí el error de no haberle ofrecido simplemente una gardenia, que hubiese sido mucho más aceptable, ya que sólo indica un dulce y secreto amor, sin más implicaciones, complicaciones o compromisos.

Ella me contestó con un ramo de ajenjo, lo cual me vino muy bien para mi hígado, aunque, además de la amargura que me supuso tomar su aceite, me dejó bien claro que no debería intentar de nuevo hacer un calambur.

Al menos con ella, que también dominaba la floriografía victoriana. Y además la poesía.

JL Llorente

Una frase muchas veces escuchada

Estaba despidiéndome de mi hijo en el aeropuerto, cuando le dije la última y típica frase paternal, sin poder evitarlo.

- ¡Y pórtate bien!

- ¡Yo soy bueno! – Me contestó.

Y también sin poder evitarlo, estallé en carcajadas. Mi hijo me miraba alucinado. Tardé bastante tiempo en conseguir controlarme, hasta que me dí cuenta de que la gente que pasaba a mi alrededor me miraba extrañada.

Después de respirar profundamente y tratar de sosegarme, volví a mirar a mi hijo que, a su vez, me miraba pensando que me había vuelto loco. Fue él quien comenzó a hablar, mientras yo aún me recuperaba.

- ¿Qué te pasa?

- ¿Sabes cuando fue la última vez que oí esa frase?

- ¿Qué frase?

Me miraba como si yo fuese un extraterrestre, y el pobre chico no entendía nada. Así que le sonreí, le di un abrazo de despedida y le dije que pasase hacia el control de seguridad.

Después de saludarle con la mano, y una vez que pasó el control, volví hacia la salida del aeropuerto, aún con una sonrisa en los labios.

Pero esa sonrisa se transformó en mueca triste mucho antes de que llegase al aparcamiento a coger mi coche, y cuando volví a recordar a quién me había dicho esa frase antes y muchas veces.

Y también al recordar el tiempo que tardé en recuperarme del daño que me hizo. Si es que alguna vez me recuperé, que aún tengo dudas.

Sin embargo, volví a sonreír pensando en lo mal que se iba a portar mi hijo en sus vacaciones con sus amigos. Pero yo también me portaba también muy mal a su edad. Y él también había aprendido a mentir.

Aunque nunca yo presumí de una bondad que no tenía.


JL Llorente

lunes, 10 de junio de 2013

Y sin lavar el pelo (precuela)

Después de la revolución del 98, en todas las estaciones espaciales se implantó una estricta disciplina militar, que incluía la limitación rigurosa a las armas salvo para unos pocos y escogidos miembros de la tripulación.

Por motivos sicológicos, aunque también en parte políticos, se creó la figura del ejecutor, o para ser más exactos, de la ejecutriz, ya que era un puesto ocupado normalmente, y también reservado, para mujeres.

Y esa política, y decisión política, trajo muchas ventajas. Dejar armas en manos de los hombres siempre había sido un peligro, y toda la historia anterior de la humanidad lo demostraba. Pero dejarlas en manos de las mujeres, que las usarían con frialdad y sensatez, al menos en teoría, era un buen medio para evitar tantas muertes como las que habíamos visto en la última revolución.

Cuando la conocí era ya la responsable de seguridad de la estación y yo sólo un aspirante a tripulante de primera clase. Luego fuimos trabando mayor amistad hasta que alcancé el puesto de segundo oficial, y en un alarde de entusiasmo indebido e inadecuado, propio de mi juventud, le hice una oferta de mantener una relación más estable y duradera, que, por supuesto, ella rechazó; aunque, todo hay que decirlo, sin reflejar en sus palabras el desdén que brillaba en sus ojos verdes.

Pasaron más de diez años hasta que ocurrió “el suceso”. Y yo lo llamo el suceso no sólo porque sucedió, si no también por su singularidad en el tiempo. Lo que los matemáticos llaman un evento simple, aunque para mi fue no sólo complejo, si no que además me trajo muchas complicaciones.

El suceso comenzó con una maniobra equivocada que produjo la muerte de tres tripulantes. Y el responsable, que era el primer oficial, y respaldado por nuestro capitán, no asumió ninguna culpa sobre la maniobra.

Entonces, y después de tanto tiempo sin apenas saludarnos, me decidí a hablar con la ejecutriz y a pedirle que investigase el suceso. Pero se negó. No haría nada sin órdenes del mando, porque tenía que ceñirse a sus instrucciones, aunque su lenguaje corporal indicaba que estaba de algún modo de acuerdo con mi evaluación.

Distraídamente, o no, dejó su taser encima de la mesa y me dijo que tenía que consultar una alarma y que volvería enseguida.

Guardé el taser en el bolsillo y me dirigí directamente al puente, donde sabía que iba a encontrar al primer oficial o al capitán.

JL Llorente

domingo, 9 de junio de 2013

Y sin lavar el pelo

Su pelo rizado estaba anudado en una pequeña coleta en su nuca, probablemente porque llevaba muchos días sin lavárselo. Pero en una estación espacial el agua es un bien muy escaso y una cabellera tan hermosa, si se me permite la expresión, como la suya, para estar adecuadamente cuidada, requiere enormes recursos.

Pero lo que más me llamó la atención fue su mirada, por su intensidad. Sus hermosos ojos verdes indicaban, resolución y una cierta fiereza. Y ambas cosas me las demostró enseguida, cuando, tras un pequeño gesto apoyando la mano en el taser que llevaba en el cinturón, me dijo que caminase delante de ella, y que siguiese estrictamente todas sus instrucciones.

Así me condujo hacia la escotilla de emergencia y me ordenó entrar. Y, por supuesto, obedecí.

- Voy a cerrar la compuerta interior y a abrir la exterior. Ya sabes lo que va a pasar a continuación.

- Me lo puedo imaginar – le dije.

- Este acto y sus consecuencias se hacen en cumplimiento de ...

- ¡Ahórrate el rollo, que ya me lo sé! Si me quedan unos segundos de vida, porque estoy seguro de que querrás ser puntual con tus obligaciones, prefiero gastarlos en hablar un momento contigo. Y además quiero pedirte un último favor.

- No puedo hablar contigo de nada que no esté relacionado con la función que estoy ejecutando. Y lo sabes. Toda esta conversación está siendo grabada. Por favor, acércate a la compuerta exterior.

Retrocedí dos pasos hasta pegar mi espalda a la compuerta exterior, pero antes de que ella cerrase la interior volví a hablar.

- Y ¿sobre el último favor que te pido?

- Seguramente tampoco podré hacerlo. Es la hora y tengo que cerrar la compuerta ya.

Entonces le hice unos gestos y, mientras se cerraba la compuerta interior, vi como se soltaba la coleta y se ahuecaba el pelo. Su linda melena rizada y roja, aunque estuviese sin lavar, fue lo último que vi cuando se abrió la compuerta exterior antes de que mis ojos se desprendiesen de mi cara al salir al vacío.

Antes de perder la consciencia aún me dio tiempo a pensar en que mi última voluntad, realmente, era besarla.


JL Llorente

sábado, 8 de junio de 2013

Bajo el palio de la luz crepuscular

Atardecía. Y la luz del sol era ya más rojiza y más tenue. Y a la vez, mi paso era más lento, más lánguido, más espaciado. Las nubes se volvían bermejas por la refracción de los últimos rayos del sol. Y mi corazón se frenaba cada vez más, cansado de palpitar sin recompensa alguna.

Descansé mis piernas en un pequeño banco de un parque, pero no por ello descansó mi corazón. El pesar que llevaba seguía cargando sobre él, y seguía haciéndole daño. Y la luz crepuscular ya tomaba tonos violáceos, anunciando el comienzo de la noche.

Haciendo un esfuerzo, me levanté del banco, salí del parque y conseguí caminar hasta la orilla de la playa.

Ya casi era de noche y me costaba seguir el camino sin tropezar. Mi estabilidad era cada vez más escasa, mi visión más imprecisa y mi corazón iba frenándose poco a poco de pena. Pero conseguí llegar a la playa y ver por última vez las olas rompiendo en la orilla.

Y mirando al mar soñé contigo. También por última vez.


JL Llorente

jueves, 6 de junio de 2013

Peñamía

Con la marea baja solía ir remando hasta aquella roca después de dejar fondeadas las nasas, o antes de recogerlas, y disfrutar de un baño, buceando un poco a su alrededor, y luego tenderme al sol encima de ella.

Era mi roca. Y como no tenía nombre, o quizás lo tenía pero yo nunca lo supe, yo le puse un nombre: Peñamía.

Fueron muchos los años en los que disfruté de ella, tirándome de cabeza al agua desde la parte más alta, nadando a su alrededor, o conociendo, poco a poco, sus partes más profundas mientras buceaba. Fui descubriendo todas las cuevas en las que se escondían los congrios, las distintas algas que la rodeaban, las rocas que tenían más o menos verdín y por las que era peligroso subir, o en qué sitio era más fácil amarrar mi barca dependiendo de dónde soplase el viento.

Un día, cuando estaba haciendo la faena, se levantó la mar muy rápidamente. Y me angustié. Y no sé porqué, pero me angustié mucho. Y en vez de remar hacia puerto, a mi puerto seguro, donde habría llegado en veinte minutos, remé hacia Peñamía.

La mar seguía subiendo y el viento creciendo y tardé casi una hora en llegar a cerca de Peñamía. Ya estaba casi agotado cuando me dí cuenta de que la marea estaba muy alta. Era septiembre y teníamos las mareas equinocciales.

Y Peñamía se había convertido en un escollo contra el que una ola lanzó mi débil barca de remos, y contra la que chocó, contra la que se partió, y junto a la que se hundió.

Luego vino una ola más. Y pude dormir en lo más profundo de Peñamía para siempre.

Creo que siempre tendré que agradecerle al Cantábrico que tenga tan buenas mareas equinocciales. Pero tampoco me parece bién que sea Peñamía la que me haya matado sin explicarme el porqué.


JL Llorente

sábado, 1 de junio de 2013

No puede existir dios (una cuestión bizantina)

Y esta afirmación la hago por la propia definición de dios. Bueno, para ser exactos, por la definición que le hemos dado. En su definición se encuentran hermosas palabras como omnipresencia, omnipotencia, eternidad, omnibenevolencia (ésta me gusta especialmente) u omnipotencia (ésta es la que me da más risa).

Pero esa definición incluye implícitamente su sexo, que se supone masculino.

Según la tradición, en la Constantinopla de mediados del siglo XV, asediada por los turcos otomanos (que no hay que confundir con los turcos selyúcidas, que fueron mucho más bestias), el gobierno de Bizancio estaba más ocupado de llegar a alguna conclusión sobre el sexo de los ángeles que en preparar las defensas de la ciudad.

Y lo importante es que el tema en cuestión era un tema menor. Porque los ángeles no son más que unos subalternos. Y su sexo no es importante, si no sabemos el de su jefe. Y porque si no puede existir dios no pueden existir los ángeles.

Con lo cual todas las discusiones bizantinas fueron fútiles y sólo sirvieron para crear una expresión que describe con precisión los esfuerzos intelectuales inútiles. Aunque en mi tierra se otra mucha más explícita: hacerse pajas mentales (y espero que perdonéis la expresión algo obscena).

Y en todo caso, el gobierno del Imperio Romano de Oriente, y a ello me remito, no fue capaz de abordar el problema mayor: el sexo de dios. Y que debería ser el más fácil de analizar utilizando métodos sencillos y ya existentes en aquella época.

Decenas de miles de años demuestran que dios no es un buen gestor de la humanidad, a la que hizo a su imagen y semejanza (o sea, que nos parecemos, y por ello tiene barba como yo), o es simplemente un vago (también como yo). Y catástrofes naturales, odios ancestrales, masacres masivas, o destrucciones imprevistas, aseguran que no presta mucha atención a su prole, que se supone que somos todos nosotros.

Con los datos anteriores, puedo asegurar que dios no puede ser una mujer. Una mujer siempre evitaría esos daños a su familia, sobre todo si es omnipresente, omnipotente y omnibenevolente.

Aún queda la cuestión de si dios puede ser un hombre. Esa cuestión es más difícil de demostrar. Porque no hay tantos datos. De hecho no hay ninguno. Quizás por ello, las religiones, en general, atribuyen a dios el sexo masculino, por defecto (y a menudo la barba).

Pero, y me refiero a cualquier dios de las religiones actuales, no de las antiguas, ¿has visto algún relato de sus pasiones, deseos, pulsiones, ansias, que le hiciesen vivir, y que dominasen sus sentimientos y sus acciones, como nos pasa a todos nosotros?

Luego, dios tampoco es un hombre, con lo que sólo puede ser extraterrestre. Eso entra dentro de las posibilidades, ya que es omnipresente, y puede estar en Marte o en Orión, y podría incluso ser omnisexual, y por eso no le entiendo.

Pero mientras no se encuentre vida inteligente fuera de la Tierra seguiré convencido de que no existe.

Por eso, sigo prefiriendo a Zeus, que raptó a la hermosa Europa. Por cierto, creo que Zeus no tenía barba, así que no soy yo.


JL Llorente