Y no se trataba de un calambur, aunque estaba inspirado en
el famoso de Quevedo. Era una simple oferta de elección, entre la amistad,
representada por el clavel blanco, y el amor, que describía la rosa roja.
Pero, aunque soy un apasionado de la floriografía victoriana,
cometí el error de no haberle ofrecido simplemente una gardenia, que hubiese
sido mucho más aceptable, ya que sólo indica un dulce y secreto amor, sin más
implicaciones, complicaciones o compromisos.
Ella me contestó con un ramo de ajenjo, lo cual me vino
muy bien para mi hígado, aunque, además de la amargura que me supuso tomar su
aceite, me dejó bien claro que no debería intentar de nuevo hacer un calambur.
Al menos con ella, que también dominaba la floriografía victoriana. Y además la poesía.
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