Atardecía. Y la luz del sol era ya más rojiza y más tenue. Y
a la vez, mi paso era más lento, más lánguido, más espaciado. Las nubes se volvían
bermejas por la refracción de los últimos rayos del sol. Y mi corazón se frenaba
cada vez más, cansado de palpitar sin recompensa alguna.
Descansé mis piernas en un pequeño banco de un parque, pero
no por ello descansó mi corazón. El pesar que llevaba seguía cargando sobre él,
y seguía haciéndole daño. Y la luz crepuscular ya tomaba tonos violáceos, anunciando
el comienzo de la noche.
Haciendo un esfuerzo, me levanté del banco, salí del parque
y conseguí caminar hasta la orilla de la playa.
Ya casi era de noche y me costaba seguir el camino sin
tropezar. Mi estabilidad era cada vez más escasa, mi visión más imprecisa y mi
corazón iba frenándose poco a poco de pena. Pero conseguí llegar a la playa y
ver por última vez las olas rompiendo en la orilla.
Y mirando al mar soñé contigo. También por última vez.
JL Llorente
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