lunes, 10 de junio de 2013

Y sin lavar el pelo (precuela)

Después de la revolución del 98, en todas las estaciones espaciales se implantó una estricta disciplina militar, que incluía la limitación rigurosa a las armas salvo para unos pocos y escogidos miembros de la tripulación.

Por motivos sicológicos, aunque también en parte políticos, se creó la figura del ejecutor, o para ser más exactos, de la ejecutriz, ya que era un puesto ocupado normalmente, y también reservado, para mujeres.

Y esa política, y decisión política, trajo muchas ventajas. Dejar armas en manos de los hombres siempre había sido un peligro, y toda la historia anterior de la humanidad lo demostraba. Pero dejarlas en manos de las mujeres, que las usarían con frialdad y sensatez, al menos en teoría, era un buen medio para evitar tantas muertes como las que habíamos visto en la última revolución.

Cuando la conocí era ya la responsable de seguridad de la estación y yo sólo un aspirante a tripulante de primera clase. Luego fuimos trabando mayor amistad hasta que alcancé el puesto de segundo oficial, y en un alarde de entusiasmo indebido e inadecuado, propio de mi juventud, le hice una oferta de mantener una relación más estable y duradera, que, por supuesto, ella rechazó; aunque, todo hay que decirlo, sin reflejar en sus palabras el desdén que brillaba en sus ojos verdes.

Pasaron más de diez años hasta que ocurrió “el suceso”. Y yo lo llamo el suceso no sólo porque sucedió, si no también por su singularidad en el tiempo. Lo que los matemáticos llaman un evento simple, aunque para mi fue no sólo complejo, si no que además me trajo muchas complicaciones.

El suceso comenzó con una maniobra equivocada que produjo la muerte de tres tripulantes. Y el responsable, que era el primer oficial, y respaldado por nuestro capitán, no asumió ninguna culpa sobre la maniobra.

Entonces, y después de tanto tiempo sin apenas saludarnos, me decidí a hablar con la ejecutriz y a pedirle que investigase el suceso. Pero se negó. No haría nada sin órdenes del mando, porque tenía que ceñirse a sus instrucciones, aunque su lenguaje corporal indicaba que estaba de algún modo de acuerdo con mi evaluación.

Distraídamente, o no, dejó su taser encima de la mesa y me dijo que tenía que consultar una alarma y que volvería enseguida.

Guardé el taser en el bolsillo y me dirigí directamente al puente, donde sabía que iba a encontrar al primer oficial o al capitán.

JL Llorente

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