Con la marea baja solía ir remando hasta aquella roca después
de dejar fondeadas las nasas, o antes de recogerlas, y disfrutar de un baño,
buceando un poco a su alrededor, y luego tenderme al sol encima de ella.
Era mi roca. Y como no tenía nombre, o quizás lo tenía pero
yo nunca lo supe, yo le puse un nombre: Peñamía.
Fueron muchos los años en los que disfruté de ella, tirándome
de cabeza al agua desde la parte más alta, nadando a su alrededor, o
conociendo, poco a poco, sus partes más profundas mientras buceaba. Fui descubriendo
todas las cuevas en las que se escondían los congrios, las distintas algas que la rodeaban, las rocas que tenían más
o menos verdín y por las que era peligroso subir, o en qué sitio era más fácil amarrar
mi barca dependiendo de dónde soplase el viento.
Un día, cuando estaba haciendo la faena, se levantó la mar
muy rápidamente. Y me angustié. Y no sé porqué, pero me angustié mucho. Y en vez de
remar hacia puerto, a mi puerto seguro, donde habría llegado en veinte minutos,
remé hacia Peñamía.
La mar seguía subiendo y el viento creciendo y tardé casi
una hora en llegar a cerca de Peñamía. Ya estaba casi agotado cuando me dí
cuenta de que la marea estaba muy alta. Era septiembre y teníamos las mareas equinocciales.
Y Peñamía se había convertido en un escollo contra el que
una ola lanzó mi débil barca de remos, y contra la que chocó, contra la que se
partió, y junto a la que se hundió.
Luego vino una ola más. Y pude dormir en lo más profundo
de Peñamía para siempre.
Creo que siempre tendré que agradecerle al Cantábrico que tenga tan buenas mareas equinocciales. Pero tampoco me parece bién que sea Peñamía la que me haya matado sin explicarme el porqué.
JL Llorente
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