domingo, 31 de marzo de 2013

Cuento 28: Sistema del hombre muerto

El sistema, o mecanismo, del hombre muerto se empleó por primera vez en los ferrocarriles, para evitar que un tren siguiese a su velocidad (supongo que sabéis que la velocidad de los trenes se fija con las manos, y no con los pies, como el acelerador de los coches) si el maquinista no estaba en su puesto. Es decir, y para ser más claro, si el maquinista moría o, simplemente se dormía, se distraía, o no estaba en condiciones de hacer su trabajo.

El sistema requiere que el maquinista (y a partir de ahora diré el conductor) presione con el pié periódicamente un pedal, entre cinco y treinta segundos, dependiendo de la velocidad del vehículo. Si el conductor no lo hace, suena una primera alarma sonora y aguda, que debería despertarle, por ejemplo, si estuviese dormido. Si no hay reacción a esa alarma, el vehículo se detiene, ya que el sistema deduce que no tiene conductor.

El cuerpo humano, curiosamente, tiene implantado también ese mecanismo. Si no presionas el pedal vital cada cierto tiempo, primero suena una alarma. Personalmente puedo decir que ya me han sonado más de una. Una molestia, un dolor raro, cansancio, dejadez, abulia…

He oído la alarma y he vuelto a presionar el pedal, pero puntualmente. Ya no me siento con la posibilidad de conducir mi vida.

Y el problema está en que presionar el pedal vital depende de dos habilidades. Una es la voluntad. Otra la capacidad. Cuando una es floja y la otra tenue es muy difícil presionar el pedal cada unos pocos segundos.

Así que, estoy seguro de que, pronto, este inteligente mecanismo que tiene mi cuerpo va a funcionar correctamente frenando mi vida y evitando un accidente más grave.

JL Llorente

sábado, 30 de marzo de 2013


Cuento 27: Post-divorcio

Son las siete de la mañana y me levanto sólo, como desde hace tres años, de la cama. Empieza en dos horas mi turno. Cada vez necesito más tiempo para poner en orden mi cuerpo y mi cerebro. Es una cuestión de edad.

A las nueve tengo que entrar en mi puesto de trabajo de controlador de trayectoria. Es un puesto simple, pero a la vez importante, para que los pilotos puedan hacer los ajustes que sólo ellos pueden hacer, y la nave siga su rumbo. Ese rumbo que tiene un destino que, por supuesto yo no conozco, pero que tampoco lo tienen los pilotos.

Sólo los mandos superiores, a los que vemos un par de veces cada trimestre, salvo que haya alguna urgencia, tienen alguna idea de nuestro objetivo final. Lo más curioso es que ese objetivo, plenamente definido por los mandos superiores en sus reuniones plenarias, varía en la siguiente reunión.

Os explico todo esto porque esta situación hace más difícil mi trabajo. Como controlador de trayectoria, tengo la obligación, y también la responsabilidad, de calcular las opciones óptimas de consumo de combustible, rumbos, inercias explotables, y también de riesgos y alternativas.

Luego hago un informe con las diferentes opciones y los pilotos, previa consulta con los mandos superiores, toman las decisiones.

Volvamos al principio. Aún son las ocho. Ya me he duchado y tomo un café poniendo en orden mi equipo de trabajo antes de ir a mi puesto.

Y vuelvo a sentirme sólo.

Mi mujer se divorció de mí hace tres años. Por diversas razones que no vienen al caso, pero que fueron plenamente aceptadas por el tribunal que las evaluaba. La principal: frialdad emocional. Ese es uno de los principales argumentos para solicitar un divorcio según las leyes de la nave. Por supuesto, tuvo la delicadeza de no acusarme de falta de empatía, que sería una acusación falsa, y sobre todo, injusta.

Eso no supone que acepte la verdad de la sentencia. Pero es más fácil demostrar la frialdad emocional que demostrar lo contrario. Y mis habilidades relacionales están a la baja. Bueno, yo diría que todas mis habilidades están a la baja, quizás con la excepción de mi habilidad de cálculo, pero empiezo a tener serias dudas también de esto último.

Mientras acabo de dirigirme a mi puesto de controlador, me encuentro con mi compañera de trabajo. Últimamente es la persona con la que más hablo. Casi diría que es con la única persona con la que últimamente hablo. Desde el divorcio me he vuelto huraño. Tampoco ella es muy simpática, pero de algún modo hemos congeniado. Ella es controladora también y está en el mismo turno que yo.

Charlamos durante al camino a nuestro puesto de trabajo sobre los cambios de rumbo que tendremos hoy, de la mala leche que tienen los pilotos cada vez que les decimos que tienen que cambiar el rumbo, y de los constantes cambios de objetivo que nos fijan los mandos superiores.

Ya son las nueve y ambos hacemos los relevos a nuestros compañeros de turno. Comprobamos los cálculos anteriores y empezamos a hacer los nuestros. Todo va bien. Eso nos da un poco tiempo libre y seguimos la charla anterior, criticando la gestión de la nave.

De pronto suena una alarma. Se ha detectado un mesometeorito en trayectoria directa contra la nave.

La nave tiene suficientes sistemas para detectar meteoritos suficientemente grandes con mucha antelación. Y suficientes blindajes físicos y magnéticos para que los micrometeoritos no sean más que un problema de mantenimiento rutinario.

El problema es con los intermedios; difíciles de detectar con tiempo y capaces de crear un gran daño en caso de impacto.

Mi compañera y yo empezamos a calcular trayectorias y necesidades de impulso, mientras los pilotos nos apremian sobre los condicionamientos de inercia de la nave y sus requerimientos de tiempo de maniobra. Ya empezan a sonar por nuestros auriculares más apremios de los mandos superiores, cada vez más urgentes. A las nueve y cuarto están todos los cálculos hechos.

- No tenemos tiempo para virar y alejarnos

- No

- Pero sí para pasar por debajo

- Decelerando al máximo

- Sí

- Plantéalo

- No me atrevo. Pensarán que estamos locos. Plantéalo tú

Proponemos la trayectoria y, durante varios segundos, ni los pilotos ni los mandos superiores contestan. Después, se da la orden de ejecutar la trayectoria.

A las once, el meteorito pasa sobre nosotros. Y es mi ex-esposa la que nos viene a felicitar personalmente por nuestro trabajo media hora más tarde, y en representación de los mandos superiores.

Después de que mi compañera de trabajo se lo agradece y se va, mi mujer me pide que volvamos a casarnos. Le pido que antes retire la acusación de frialdad emocional, y cuando dice que sí le doy un beso en los labios.

….

Y, por supuesto, acepto!!

.....

¡Qué dulce puede ser la ciencia-ficción!

JL Llorente

domingo, 24 de marzo de 2013

Cuento 26: ¿Cuantas veces te he dicho que te quiero?


¿Cuantas veces te he dicho que te quiero? ¿Cuántas veces no has querido escuchar mis palabras? Ya sé que es mejor ser muy sorda y algo muda, que afrontar la realidad de una relación compleja, titubeante y, hasta cierto punto, anómala. Una relación extraña, indecisa, turgente y a la vez decaída, según las estaciones. Una actitud vívida, y a la vez, muerta . Una expresión sólida y frígida, al mismo tiempo. Una pulsión fogosa y penosa, o clara y lucida. Y siempre imprecisa.

¿Cuantas veces te he dicho que te quiero? No importan las veces que te lo haya dicho. Sólo importan las veces que me hayas escuchado. Y serán muy pocas, ya lo sé, por que estás siempre tan ocupada que no te da tiempo para sentir el cariño de la gente que te rodeamos. ¡Qué es mucha! Por muchas voces que te digamos lo mucho que te queremos sigues siendo sorda. Y eso no lo podemos evitar ninguno de nosotros.

¿Cuántas veces te he dicho que te quiero? A menudo me pregunto por qué me repito. Yo no tengo respuesta. Simplemente soy así de simple. Yo soy un plano bidimensional y tu una cónica maravillosa. Por eso me he enamorado de ti. 

Debe ser una cuestión de geometría

JL Llorente



sábado, 23 de marzo de 2013

Cuento 25: ¿Por qué?

¿Por qué os empeñáis en hacer mi vida más desagrable? ¿Por qué me recordais cada día mis miserias y mis debilidades? ¿Porqué me perseguís con saña y, casi diría en algún caso, odio? ¿Por qué os vengáis de mis errores? ¿Por qué me decís todos los días las faltas que cometo y nunca habláis de lo que he hecho bien a lo largo de mi vida?

Quizás porque lo que he hecho bien no ha sido tanto. Quizás yo lo valoro mucho más que vosotros. Quizás yo estoy ciego y sólo me miro a mi mismo, y seguramente vosotros sois más clarividentes.

Quizás llevo engañándome desde el principio y nunca entendí nada. Quizás toda mi vida es un error. Siempre he sentido ese miedo y, a la vez esa sensación. Y esa sensación, ligada a mi comportamiento, me la reprobáis de tanto en cuanto. Y siempre es muy dura de aceptar.

De alguún modo os la agradezco. No porque ahora pueda mejorar, cambiar, reciclarme, revivir. No. Ya es demasiado tarde.

Pero la crítica siempre debe ser aceptada, anuque sea, y más en este caso, inutil, porque ya no tiene solución. Por ser quién sois, es aún más dolorosa.

Os la agradezco a las dos. Pero vuelvo al principio ¿por qué?

JL LLorente

viernes, 22 de marzo de 2013

Cuento 24: Hoy no toca soul

Me hubiese gustado más despedirme de ti con un poco de alegre jazz; e incluso con un festivo dixieland; quizás un poco de soul, más interactivo, hubiese sido el mejor modo. Pero tengo que hacerlo con un blues, melancólico y triste. O mejor aún, con dos.

Con dos, porque me tengo que despedir dos veces. Una primera de tu presencia, que día a día se va difuminando, al tiempo que perdemos nuestra comunicación. Sólo por ese motivo emplear el soul sería absurdo, ya que no me vas a contestar nunca más.

Desde que perdimos el enlace de comunicaciones entre nuestras burbujas de Alcubierre, me he sentido cada vez más sólo, más aislado, y también más triste. Además empecé a temer, y luego comprobé, que nuestras trayectorias divergían, en vez de converger hacia Orión. Los cálculos estaban mal hechos, o bien tú has hecho algún cambio en tu rumbo. Pero tu nave ya no va hacia Orión. La mía aún sigue más o menos el rumbo, pero no sé si seré capaz de mantenerlo por mucho tiempo.

Si sigues tu rumbo actual mucho tiempo ya será imposible que nos volvamos a encontrar. Y como ya no creo que sea posible, este sería my primer blues de despedida “Jelly, Jelly”.

Por otra parte, tu ausencia y mi soledad han empeorado mi estado físico, mental y emocional. Con lo cual no viene al caso usar el jazz o el dixieland. Creo que ya no voy a ser capaz de llegar a Orión, aunque sólo quedan menos de tres meses de viaje. Luego tengo que hacer una segunda despedida. En este caso he escogido “Meet me in the morning” de Sidnead O’Connor.

Pero será en otra mañana que está aún por saber si llegará.

JL Llorente

jueves, 21 de marzo de 2013

Cuent 23: Un tensor es un ente


Aún recuerdo a mi profesor de Mecánica Clásica que nos repetía su famosa frase: “un tensor es un ente”. Nosotros nos reíamos en voz baja. Bueno los que estábamos o estaban despiertos, porque la clase era a las ocho de la mañana. Luego intentábamos seguir su exposición para ver como el sólido rígido se desplazaba, mientras multiplicábamos matrices, derivábamos ecuaciones de tres variables, o calculábamos Hamiltonianos.

“Un tensor es un ente”. La frase se me quedó grabada y sólo muy tarde la entendí. Era una frase preciosa y elegante.

Un tensor no es mucho más que la extensión multidimensional de un vector. En sí mismo no tiene más interés que el de un nuevo objeto matemático, con el que se pueden hacer operaciones más complejas de un modo más simple. Ese siempre ha sido el objeto de las matemáticas. La multiplicación es un modo más simple de sumar.

Pero un tensor es capaz de describir no sólo la posición, si no también el estado de un cuerpo, y en ese sentido puede ser transcendente. Puede describir la vida de ese cuerpo. Puede describir su futuro y deducir de él su pasado. Al menos hasta cierto punto.

Me gustaría conocer completamente al tensor que me describe, pero creo que nunca tendré todos los coeficientes a la vista. Ya conozco algunos, pero son muy pocos. Y con el análisis del tensor llego a muy malas conclusiones sobre mi pasado y sobre mi futuro.

Ayer descubrí un nuevo coeficiente de mi tensor. Y me dí cuenta de que tenía motivos para seguir siendo pesimista.

Al menos hasta cierto punto.

JL Llorente

Cuento 22: Empatía cruel


La empatía suele definirse como la capacidad de percibir lo que otra persona puede estar sintiendo en un momento dado. Y normalmente se asocia a un sentido positivo. Te pones en el lugar del otro, sientes lo que él siente, y reaccionas como él haría, o al menos, comprendes los motivos para sus acciones y decisiones.

Pero una persona fuertemente empática también puede usar ese sentido para hacer daño. Porque, después de sentir y entender los sentimientos de quién está a su lado, sabe perfectamente como manipularlos y utilizarlos.

Los grandes empáticos han sido las mejores y las peores personas de la historia: santos o dictadores; asesinos o héroes. No pongo ejemplos porque todos los conocéis. Pero nunca han pertenecido al término medio. Siempre han estado en uno de los extremos del comportamiento humano.

Ayer me molestó mucho un comentario de un buen amigo, del que se arrepintió inmediatamente. Intentó disculparse, pero yo ya no estaba dispuesto a perdonarle. Percibí claramente como se sentía. Y también entendí que era lo que más le iba a doler. Y actué en consecuencia y le machaqué sin misericordia.

La empatía no es sólo un sentido, es también un poder, y puede ejercerse.

Pero mi amigo también era empático y se dio cuenta de que yo no estaba disfrutando con el castigo que le estaba aplicando. Por eso siguió sonriéndome mientras lloraba.


JL Llorente

Cuento 21: Las tres Marías

Javier se calzó las botas de agua y después de comprobar que estaba
cortado el suministro de luz y de gas, cerró la puerta y bajó por las
escaleras los cuatro pisos. Por supuesto, el ascensor ya no era
fiable.

Le apetecía mucho volver a ver la casa donde habían vivido sus
abuelos, en la calle paralela, pero allí soplaba muy fuerte el viento.
Por ello, decidió bajar hasta la plazuela y, desde allí, siguió hasta
la playa.

Las olas de casi seis metros rompían con fuerza contra el muro que aún
aguantaba en esa zona. Aunque el reloj de la Escalerona y el obelisco
en el que se erigía ya habían caído unos días antes. Aún no lo había
visto, pero Javier sabía que más al este de la playa, el muro se había
roto en varios puntos y algunos edificios estaban con sus fachadas
destrozadas. Por supuesto, los edificios ya habían sido abandonados al
principio del otoño.

Javier tenía dieciocho años, y con la energía propia de su edad,
siguió avanzando hacia el muro, aunque el agua ya le llegaba casi
hasta las rodillas. Sin las botas de agua, que todos usaban desde que
el nivel medio del mar subió más de un metro por el calentamiento
global, no hubiese podido seguir más allá. Pero era joven y fuerte. Y
conocía bien el mar desde que era muy pequeño. Siguió hasta llegar
hasta la última esquina, donde el viento soplaba con violencia y las
olas, partidas por el muro, aún entraban por la calle en rodillos de
más de treinta centímetros.

Protegido a sotavento por el edificio, se quedó un rato mirando las
fuertes olas que azotaban el muro y la antigua playa en la que se
había bañado de pequeño. A lo lejos se veían varias trombas marinas
que estaban destruyendo los restos de los diques exteriores del puerto
de El Musel que había dejado de operar tres años antes.

De pronto, Javier se fijó en una ola muy fuerte que venía a unos
doscientos metros de distancia. Era más alta que las demás, y llevaba
dos olas también muy fuertes detrás: las tres Marías, como las
llamaban los marineros. Como Javier estaba a más de treinta metros del muro,
la perdió de vista pronto, pero sintió el impacto contra el muro, que
resonó como una explosión, y vio el penacho de espuma que se elevó
hasta el cielo. Y la fuerte ola de más de dos metros que le arrastró
por la calle hasta la plazuela.

Consiguió quitarse las botas mientras estaba bajo el agua. Luego salió
a la superficie y tomó aire, al tiempo que oía un ruido enorme. Él no
lo sabía, pero la gran ola había destrozado el muro y entrado en el
antiguo aparcamiento subterráneo que había detrás de la Escalerona.
Toda la plaza del Náutico había colapsado sobre el aparcamiento y las
dos olas siguientes habían socavado los cimientos de los edificios de
la zona que se desplomaron prácticamente a la vez.

Javier se levantó del agua ya en la plazuela y echó a correr cuesta
arriba hacia Begoña, donde estaba el coche que les habían dejado sus
padres. Escogió el camino que tenía mayor pendiente, evitando las
zonas bajas que estarían seguramente anegadas. Y fue a buscar a su
familia en la cordillera.

Su playa y su ciudad habían dejado de existir, pero él había sido el
único testigo de su muerte. Y eso le reconfortaba; le reconfortaba
tanto como la calefacción del coche que, poco a poco, iba secando su
ropa.

JL Llorente

martes, 19 de marzo de 2013

Cuento 20: Naves en llamas más allá de Orión


Nunca vi naves en llamas más allá de Orión. Ni siquiera viajé a otro mundo, salvo en mi imaginación.

Nunca volveré a ser el mismo que fui, porque mi tiempo se acaba. Y como se acaba cada vez más rápido, ya no hay ninguna vuelta a atrás. Hubo un tiempo en que imaginé presenciar una batalla en Orión o más allá, y estar presente. Hubo un tiempo en que quería ser mejor de lo que soy, pero nunca lo conseguí. Pero conmigo, mis imágines y mis ilusiones, y también mis conocimientos, se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Ahora, con un plazo ya fijado para mi muerte, me doy cuenta, de cuantas oportunidades he perdido en mi vida. No tanto de las alternativas, porque siempre elegí, creo, los caminos, al menos los importantes, más adecuados. Más bien me refiero a las opciones a largo plazo, que desdeñé desde el principio, pero elegir es también un modo de disfrutar de tus decisiones. Carpe diem.

Nunca veré naves en llamas más allá de Orión. Pero me hubiese gustado mucho estar allí para verlas.

Quizás en mi siguiente vida.

JL Lorente

Cuento 19: Los gatos no lloran


La gata estaba sobre la mesa y el ratón debajo.

La gata sabía que quedaba muy poco tiempo. Llevaba tres horas jugando con el ratón en esa habitación. Una habitación vacía; sólo con una mesa en el centro, y una y única puerta que la gata había empujado con su cuerpo una vez que el ratón y ella habían entrado.

Ella sabía que quedaba poco tiempo. Que pronto saltaría desde la mesa. Lo cogería con sus garras sin dejarle moverse, y después, le mordería en la parte posterior del cuello hasta matarle. Una vez muerto, le sacaría al jardín y lo dejaría bien a la vista para que los humanos supiesen que había cumplido su misión y le diesen más comida. Más comida y mejor que comerse a un ratón.

La gata saltó de la mesa al suelo y el ratón corrió aterrorizado hacia una esquina de la habitación. Escogió justo la esquina opuesta a la puerta. Quizás ya adivinaba su destino.

La gata se acercó con pasos lentos, preparada para saltar al menor movimiento del ratón. Sus ojos verdes inmensos controlaban toda la habitación y, sobre todo, cada movimiento compulsivo de la cabeza del ratón, que oscilaba de un lado al otro buscando una salida imposible.

La gata estaba a menos de un metro del ratón acorralado. Sólo faltaba el salto final, en cuanto el ratón se moviese hacia algún lado. No habría ningún fallo y la ejecución sería perfecta.

Pero, de pronto, el ratón dejó de mover la cabeza y sus pequeños ojos se fijaron en los grandes y hermosos ojos de la gata. Y, aún peor, se quedó quieto, sin moverse. Esperando el ataque; esperando su muerte; y rendido.

La gata sólo pudo mantener la mirada del ratón unos instantes. Después se volvió hacia la puerta y la empujó con su lomo hasta abrirla. Luego, se retiró a otro rincón de la habitación desde el que vio salir al ratón por la puerta.

Los gatos no lloran, pero a esta gata le hubiese gustado poder hacerlo.

JL Llorente

domingo, 17 de marzo de 2013

Cuento 18: Mal padre


Es un sinsentido. Si él lo sabía y lo permitió. Y aunque pudo evitarlo, lo consintió. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Y lo que sufrió su hijo? ¿No se daba cuenta?

Yo nunca hubiese permitido la muerte de mi hijo. En ningún caso, y por mucho bien que le hiciese a la humanidad a largo plazo.

Claro que yo no soy eterno. Pero creo, y en éso sí creo, que dios puede ser a la vez omnipotente y un vago, por no utilizar otro apelativo.

JL Llorente

Cuento 17: Una pelirroja con mal genio


Felipe II de España, tras la muerte de María Tudor, le pidió matrimonio a su cuñada, Isabel I de Inglaterra e Irlanda. En la larga serie de cartas que intercambiaron negociando la posibilidad de dicha boda, él siempre se refería a ella como “mi querida hermana”, y ella a él como “mi hermano y amigo queridísimo”.

Pocos años después eran enemigos despiadados uno contra la otra, o viceversa. Veamos por qué, y para ello volvamos atrás.

Isabel era siete años más joven que Felipe, y era también una pelirroja esbelta y atractiva. Felipe ya la había protegido varias veces. Como cuando logró convencer a María de que la sacase de la Torre de Londres tras la rebelión de Thomas Wyatt, o cuando intentó convencer a María, sin éxito, de que convirtiese a Isabel en su heredera si María y Felipe no tenían hijos.

Una vez muerta María, Felipe se apresuró a reconocer a Isabel como reina y renunció inmediatamente a todos los títulos que le ligaban a la monarquía inglesa. Y, poco después, le hizo a Isabel la oferta de matrimonio. Además también la apoyaba frente a las aspiraciónes de su prima escocesa María Estuardo.

Pero Isabel le hizo a Felipe la pregunta más difícil a la que el rey de España se enfrentó nunca: ¿cúales son las condiciones?

Ese fue el gran error del llamado rey prudente, que no resultó serlo tanto. Felipe contestó con una serie de condiciones firmes e ineludibles, que Isabel no podía aceptar. Si las aceptaba dejaría de ser la reina de Inglaterra; sólo sería la esposa del rey. Perdería su independencia y, de algún modo, su personalidad.

Por supuesto no aceptó, y desarrolló poco a poco una gran animadversión hacia Felipe, que él mismo realimentó por la decepción de ser rechazado. Después de la paz de Cateau-Cambrésis, entre España e Inglaterra con Francia, no había motivo para que Isabel y Felipe siguiesen siendo amigos, y ya pudieron expresar sus sentimientos claramente.

Isabel nunca se casó, y al margen de los rumores de sus relaciones con sir William Cecil, mantuvo su independencia y autonomía, creando la semilla de lo que sería el Imperio Británico del siglo XIX, y a la vez el mito de la reina Virgen. Felipe se casó dos veces más, aunque nunca más fue feliz. Y tras él, el Imperio Español fue desmoronándose poco a poco: Rocroi, la guerra de Sucesión española, la invasión napoleónica, la emancipación de las colonias americanas, y finalmente, Cuba.

Quizás si Felipe no hubiese puesto condiciones inasumibles para Isabel el mundo sería ahora distinto. Quizás con la unión de Flandes e Inglaterra en un solo estado y aliado de España nunca hubiésemos llegado a las dos guerras mundiales del siglo XX. Quizás las guerras de religión en Europa del siglo XVII no hubiesen sido tan sangrientas. O quizás nunca hubiésemos descubierto la democracia porque nos faltarían Oliver Cromwell y la revolución francesa.

Quizás hubiese sido mejor. Quizás hubiese sido peor.

Pero, en todo caso, la historia cambió por una mala frase dicha a una pelirroja con mal genio.

JL Llorente

sábado, 16 de marzo de 2013

Cuento 16: Las ocho


Sonaron las campanas a las ocho llamando a la misa de la mañana y María miró por la ventana contando mentalmente a las beatas que entraban en la pequeña iglesia para la primera misa del día. Estaban todas: las ocho. Las mismas que irían por la tarde, a las siete al rosario si no llovía. Porque si llovía, doña Manuela no iría. Se permitía perder el rosario porque la humedad le hacía mucho daño a los huesos, como ella decía. Pero nunca faltaba a la misa de mañana.

A la misa del domingo iba mucha más gente; casi todo el pueblo. Todas las mujeres, excepto María; y la mayor parte de los hombres, salvo el “grupo de los anarquistas”, como eran conocidos cinco agricultores que aprovechaban la hora de la misa para jugar a las cartas en el bar del pueblo. Y, por supuesto, también iban a la misa dominical todos los niños del pueblo, aunque los que ya habían hecho la Comunión se quedaban al fondo y salían en cuanto sus padres no estaban mirando.

Desde que había llegado el nuevo cura se habían multiplicado los rumores sobre él en el pueblo. Era joven, de unos treinta años y, por lo poco que María sabía, había cambiado bastantes de las costumbres de don Ramón, el cura anterior, que había muerto un año atrás. Y parece que los cambios no gustaban.

María apenas se relacionaba más que con cuatro o cinco vecinas del pueblo. Y poco. Era una buena costurera. Pero desde que había llegado, dos años antes y sola desde la capital, había tenido pocos encargos, aunque le llegaban algunos más de pueblos cercanos. Vivía sola y no iba a misa, ni siquiera los domingos, lo cual era una mala señal a los ojos de sus vecinos.

Una vez al mes venía a visitarla una prima de la capital y se quedaba un par de días. Entonces María tenía una cara más alegre y salían las dos por la tarde a pasear hasta la curva del río. Pero, pasados los dos días, la prima volvía en el autobús y, al mismo tiempo, la cara de María volvía a su aspecto adusto y frío.

De su trabajo no podía vivir, pese a los encargos que le llegaban de fuera del pueblo o los encargos especiales, como cuando se casó la hija de don Alberto, el alcalde, y doña Manuela. Sabía que por el pueblo volaban los rumores sobre ella, porque nadie sabía que estaba viviendo de unas rentas que tenía en la capital.

Pese a su poca relación con sus vecinos, María se llegó a enterar de los desencuentros entre las beatas y el nuevo cura, porque ya se comentaban en voz alta por el pueblo.

Al parecer todo empezó porque el cura se quejó de los comentarios de las beatas en las confesiones, que, en vez de contar los pecados propios, contaban los ajenos. La discrepancia siguió subiendo de tono y el cura llegó a expulsar a alguna beata del confesionario sin absolverla. Después de eso, el término “cura comunista” empezó a oírse por el pueblo.

María salió a coger agua a la fuente que había delante de la iglesia. La misa aún no había acabado.

A esas horas el pueblo estaba vacío. La mayor parte de los hombres y de las mujeres estaban en el campo, y los niños en la escuela; Marina y Juan, los panaderos, en el horno; y Amelia, la mujer del dueño del bar y la vaquería, limpiando el bar, mientras su marido estaba en el establo ordeñando.

Al llegar a la fuente oyó unos gritos en la iglesia y luego fuertes golpes. Se acercó a la puerta y oyó un gemido.

Entonces entró.

Y vio a las ocho beatas formando un círculo junto al altar.

La iglesia era tan pequeña que le bastaron ocho pasos para llegar hasta ellas. Al darse cuenta de su presencia se separaron y vio en el centro del antiguo círculo al cura, tendido en el suelo y sangrando por la cabeza, con una gran herida en la frente. Luego se fijó en los bastones que llevaban todas las beatas.

- ¡Sí! ¡Ya está muerto!

Quién dijo eso fue doña Manuela. Luego el dio su bastón que María cogió sin entender nada.

- Pero, no hay problema. Todas diremos que has sido tú.

JL Llorente

viernes, 15 de marzo de 2013

Cuento 15: Amor desahuciado


Todo empezó por un pequeño incumplimiento de contrato.

Una mañana acudí a mi banco de cariño y solicité un poco más de atención, e implícitamente, de ternura. Eso les sentó mal. Entonces me mostraron los términos y condiciones del acuerdo que tenía firmado con el banco. Lo que me iban a aportar periódicamente, y lo que yo debía devolver en cómodos y simples, pero bien definidos plazos.

Les expliqué que tenía una carencia de amor puntual y les rogué de nuevo una ampliación del crédito, fuese en forma de ternura, amistad o simplemente cariño, pero fue en vano. Me dijeron que yo no tenía solvencia emocional suficiente, lo cual, por otra parte, era cierto.

Unos días después no fui capaz de hacer frente a uno de los pagos, más que nada por la frialdad con la que había sido tratado y que había disminuido mi ánimo. Para disculparme por el impago escribí una carta al banco, pidiendo el aplazamiento de la cuota, reiterando mi compromiso como cliente desde hacía muchos años, y asegurándole que, con el nuevo préstamo que les había solicitado, volvería a ser solvente emocionalmente y a devolver el cariño prestado, fuese cual fuese el interés que me fijasen.

La respuesta del banco me llegó también por correo, pero certificado, para asegurar que lo recibía. Me comunicaban que no había ninguna opción de crédito. Además había sido incluido en la lista de clientes dudosos y se iniciaban los procedimientos jurídicos correspondientes.

Hoy por la mañana estoy sentado en mi casa, esperando a que llegue el juez a extirpar mi corazón.

lunes, 11 de marzo de 2013

Cuento 14: La flor siempre envuelta


Nació como las demás en el invernadero, pero la dominaba, primero, su timidez. Mientras las demás desplegaban sus sépalos y formaban su corola, y desplegaban sus pétalos hermosos, sus atractivos estambres y el pistilo, atrayendo a los insectos, ella seguía envuelta, cerrada en sus sépalos.

Después se cerró aún más, al darse cuenta que las flores que antes se abrían, y sobre todo las de pétalos más coloridos, desaparecían también antes tras ser cortadas por el jardinero.

Sus compañeras comentaban que el jardinero se las llevaba para una vida mejor, en un ramo o en un jarrón. Y se esforzaban en crecer y florecer lo antes posible.

Pero ella no se lo creía. Y se mantuvo envuelta. Creciendo, pero sin abrirse. Y evitando la intromisión de los insectos. Sus sépalos la protegían.

Un día llegó un abejorro y se puso a revolotear alrededor de ella. Era molesto por lo cerca que volaba, cada vez más cerca, y se cerró un poco más. Le gustaban más las abejas y las avispas, pero, en todo caso, no quería que cortasen su tallo.

Ya había crecido mucho. Todas las otras flores eran más jóvenes. Era la de tallo más alto. El jardinero comentó un día a la señora de la casa que quizás sería mejor arrancarla. Pero, cuando iba a hacerlo, en ese momento apareció un abejorro que empezó a lanzarse hacia la cara del jardinero de modo insistente. Éste reculó y, tras espantarla, se retiró unos pasos.

Entonces el abejorro se posó sobre su corola aún cerrada. Y sin que la flor se diese apenas cuenta, sus sépalos se abrieron. Y desplegó sus pétalos, y estambres.

El jardinero abrió los ojos con asombro. Era la flor más hermosa que había cultivado. Sus pétalos eran todos perfectos, pero con ciertas diferencias de matiz entre ellos que los hacían aún más bellos; sus estambres elegantes y erguidos; y todos ellos rodeaban su pistilo como si éste fuese el sol y las anteras sus planetas.

Corrió a la casa y volvió con la señora, para enseñarle la belleza que acababa de desplegarse en el jardín.

- ¡Mire que maravilla! Creo que merece ponerse en el jarrón central de la entrada

La señora se quedó admirando la flor sin decir nada. Después le dijo al jardinero.

- No la toques. Déjala dónde está y cuídala especialmente. No plantes más flores cerca de ella. Quiero que viva lo más posible.

Marcó en el suelo un círculo alrededor de la flor. Y el jardinero, aunque sorprendido, asintió.

Al cabo de unos días, la flor se marchitó y murió, pese a que el jardinero la regaba con dedicación. Fue poco después de que el jardinero hubiese conseguido matar a su abejorro que la visitaba constantemente.

JL Llorente

Cuento 13: El gato de Schrödinger

El gato ya estaba vivo y muerto a la vez, y su única preocupación era si su salto tendría un comportamiento suficientemente ondulatorio para poder arañar a la vez a todos esos cabrones que habían metido la partícula radiactiva en la caja.

Pero no sabía cuándo se abriría la caja, y por eso estaba asustado y el pelo de su lomo se había erizado.

JL Llorente

sábado, 9 de marzo de 2013

Cuento 12: El último abrazo

Quería verla de nuevo. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, pese había estado cortejándola durante media vida.

Siempre me había sorprendido de mi propia inconstancia, que incluso se extiende a las cosas que más me importan.

Tantas veces buscándola. Tantas veces intentando acercarme a ella. Tantas veces rechazado. Y luego la olvidé por un tiempo, un tiempo demasiado largo.

De pronto, un día la recordé de golpe y la llamé. Al principio parecía remisa, pero insistí tanto que logré convencerla, finalmente, para que nos viésemos y recordásemos nuestra relación.

Después de muchos esfuerzos, aceptó y quedamos para la semana siguiente. Preparé la cita con todo detalle, pero durante esa semana el tiempo se ralentizó de pronto. Nunca llegaba el momento de volver a verla y mis uñas sufrieron la intensidad de mi estrés.

Cuando finalmente nos vimos, al principio aún parecía lejana, distante, pero conseguí ir acercándome a ella poco a poco, e ir haciendo crecer nuestra intimidad.

Ya llevábamos mucho tiempo hablando y mi confianza estaba muy alta, así que decidí dar un paso más.

La miré directamente a los ojos, lo cual siempre era difícil para mí, y le pedí un beso. Se puso muy seria y me dijo que eso no estaba a mi alcance, con toda sequedad. Entonces le pedí un simple abrazo.

Su cara se relajó y sus labios esbozaron una leve sonrisa.

- Eso siempre es posible, si tú lo aceptas.

Me levanté y ella también. Y nos abrazamos los dos muy fuerte. Lo había conseguido por fin.

Y me sentí muy feliz al sentir su abrazo. El largamente deseado abrazo de la Muerte.

JL Llorente

jueves, 7 de marzo de 2013

Cuento 11: Sobre la levedad de la relaciones perdidas

¡Qué fácilmente se elevan y desaparecen entre las nubes!

No importa si el día tiene cumulonimbos borrascosos y oscuros, o cirroestratos limpios, blancos, estirados y hermosos allá en lo más alto del cielo. Pero las relaciones perdidas se elevan con rapidez y facilidad, sea cual sea el tiempo. Algunas, más rápido, casi a la velocidad de escape de la atmósfera; impulsivas y agresivas como un cohete. Otras, más despacio, como un globo aerostático, lento, y elegante, pero también constante en su ascensión.  Pero todas suben, se elevan y se pierden en las nubes. Y, en algún momento, dejamos de verlas.

Las vemos alejarse y sentimos su ausencia. Y, a veces, aún nos recuerdan, y nos mandan un saludo en forma de lluvia. Es su manera de despedirse, y que genera, a su vez, en nosotros, lágrimas, que es otra forma de agua, pero también esa sensación de desamparo que sufrimos todos cuando nos llueve y no tenemos abrigo.

Nos llama mucho la atención su capacidad de huir. Su habilidad para izar las anclas que supusimos que las mantenían a nuestro lado, o para zafarse de los nudos que les atoaban a nuestras vidas.

Esas relaciones perdidas y tan habilidosas en escurrirse de golpe y ascender fuera de nuestro alcance, son, casi siempre, las que más sentimos y las que más sufrimos. Y las que más hieren cuando las vemos alejarse.

Y, ¿qué podemos hacer cuando ya las has hemos perdido de vista entre las nubes? Pocas cosas: recordarlas, olvidarlas, o comprar un telescopio por si alguna vez vuelven a la tierra y podemos ver donde van a aterrizar.

E intentar restaurar esas relaciones sólo si el aterrizaje tiene éxito. Pero eso casi nunca pasa.

JL Llorente

miércoles, 6 de marzo de 2013

Cuento 10: Cuando la volví a ver


Cuando la volví a ver, después de tanto tiempo para mí, había cambiado mucho. Digo tanto tiempo para mí, por lo que me duró y me costó su ausencia. En todo ese enorme tiempo, que el pobre calendario no supo contar como más de dos años, pero que para mí supuso un par de vidas, yo era ya muy distinto, y ella también.

No es que hubiese cambiado su aspecto, su voz, su figura o su manera de ser. Ni sus costumbres o sus gestos. Pero había cambiado su cercanía y su ternura, que se habían convertido en alejamiento y frialdad. Lo sentí nada más verla de nuevo.

Pero yo también había cambiado mucho durante esas dos vidas rápidamente consumidas. Me había vuelto más seco, hosco, triste y peor. Quizás el mejor adjetivo sea peor. Porque esa es la mejor descripción del proceso que sufrí en esos dos años o esas dos vidas, o como sea en que se midan estas cosas.

El proceso tuvo dos partes, una en cada vida. En la primera todo lo ocupó la tensión, el miedo, casi el pánico, por haberla perdido. Fue una parte muy dura, y me costó una vida entera. Pero aún fue peor la segunda parte. Fue cuando asumí la pérdida, entendí el porqué, y me dí cuenta de que no tenía vuelta atrás. Eso me costó otra vida entera, pero, por suerte, creo que más corta, aunque mi concepto del tiempo es cada vez menos objetivo.

Fue en mi tercer renacimiento cuando la volví a ver, y a verla tan distinta, como decía antes, sin rastro de ese cariño que había existido una vez.

Casi no me reconoció, pues yo ya estaba también muy cambiado, con más canas, arrugas y penas sobre mi cuerpo. Tardó un rato en darse cuenta de que era yo, lo cual no me extrañó, ya que ni yo mismo me reconocía después de morir dos veces.

Hablamos un poco y, de pronto, se volvió más cálida su voz. Me empecé a inquietar y mi corazón se aceleró. Seguimos hablando y cada vez me sentía más nervioso.

Entonces me sonrió, y mi corazón se paró por última vez.

JL Llorente

martes, 5 de marzo de 2013

Cuento 9: Sobre la vida

Me preguntaba ayer Andrés por qué en todos mis cuentos había alguna muerte.

- No es así, Andrés. O al menos, no en todos. Pero sí es cierto que en todos mis cuentos aparecen algunos de los tres únicos temas importantes de los que se puede hablar: el amor, la amistad y la muerte. A veces, soy capaz de combinarlos, otras veces no.

- ¿Por qué sólo hay tres temas importantes? Me refiero desde tu punto de vista, claro, que no comparto en absoluto. Pero me gustaría que lo discutiésemos.

- ¡Claro que sí! Son los únicos tres únicos aspectos que definen la vida. Y mis cuentos sólo hablan de cómo vivir, y a la vez, de cómo no vivir.

- No entiendo nada. Va a ser mejor que me lo expliques con más detalle.

Me recosté en el sillón y saqué un cigarrillo de la chaqueta. Lo encendí, y después de darle una larga calada, me volví a sentarme más erguido en el sofá.

- Andrés, a ver si te lo explico. Puede que yo no sea muy expresivo, ni demasiado locuaz, pero tú serás suficientemente inteligente para entenderlo. Déjame hablar un rato. En algún momento pensarás qué coño te estoy diciendo, pero seguro que al final lo entiendes. ¿Me das unos minutos?

Andrés asintió y se recostó en el sofá. Yo volví a darle otra calada a mi cigarro y lo dejé en el cenicero. Luego empecé a hablar.

- Andrés, el amor, desde mi enfoque de vida, es el único modo de llegar a trascender. Me dirás de nuevo de qué cojones te estoy hablando, pero déjame tiempo. Ahora te lo explico. Siempre entendí trascender como vivir eternamente. Bueno, o lo más posible. Vivir más tiempo de lo que es el límite de tu vida real. Hay muchas maneras de trascender, pero una de las más simples es a través del amor.

- ¡Joder! Cada vez entiendo menos. Ya sabes que no me gustan los rollos filosóficos. Y no entiendo nada de ese enlace entre el amor y la trascendencia con la que te enrollas. Usas muchas grandes palabras pero no explicas nada.

Volví a fumar y a dejar el cigarro en el cenicero.

- Es fácil, Andrés. Y hasta es fácil de explicar. Sólo a través del amor puedes desarrollar tu vida, y completarla con tu descendencia, que sientas como propia, que sientas como un reflejo de ti mismo, pero mejorada, pero que aún transmita tu personalidad al futuro. No es fácil conseguirlo. Pero sólo si consigues amar tienes una oportunidad.

- A ver si lo entiendo. Tu trasciendes, sea lo que sea esa palabra que no acabo de entender, ¿porque has tenido hijos?

- ¡No! ¡Qué va! Eso sería muy fácil. Y estaría a la altura de cualquier imbécil. ¡No es así! Trasciendes cuando pasas los límites de tu vida y construyes sobre ella. Cuando tienes hijos mejores que tú. Cuando has aportado algo importante a tus amigos, a tu sociedad, o aunque suene cursi, al mundo en el que vives. Pero, cuidado, eso no está al alcance de casi nadie, se pueden engendrar hijos o parirlos, trabajar y ganar dinero, incluso pagar todos tus impuestos, cosa que cada vez está menos de moda, y participar en siete ONGs. Sólo los mejores aportan algo de importancia, entre los que no me incluyo, por supuesto. Sólo los mejores, unos pocos, trascienden. ¿Lo has entendido?

Andrés se quedó callado unos momentos y luego encendió un cigarrillo. No fumaba mucho, pero sí de vez en cuando. Como seguía callado, renové yo la conversación.

- El segundo aspecto que uso en mis cuentos es la amistad. La amistad es el contrapunto al amor, aunque mucha gente los asocie, y no necesariamente son incompatibles, pese a lo que decía la doctrina escolástica, poniendo en oposición trascendencia e inmanencia.

- ¿De qué estás hablando? Ahora sí que me he perdido del todo.

- No voy a entrar en una clase de historia de la filosofía, pero a través de la amistad, tú vives fuera de ti mismo a través de tus amigos. ¡Claro, de unos pocos y escogidos! La amistad te enriquece al tener muchas vidas paralelas, de las que disfrutas constantemente. Te multiplicas, o te exponencias, no importa la función, pero eres muchas más veces feliz, y te enriqueces con esa inmanencia proyectada hacia ti de todos tus amigos. Acaparas sus vidas y disfrutas de ellas; las saboreas, las sientes. Y te enriqueces.

- ¿Les robas sus vidas?

- No, Andrés. No. Y nunca lo haría aunque pudiera. De hecho, el flujo de vida es siempre bidireccional en una amistad. Aunque no tiene por qué ser sentido igualmente en ambos polos. Yo doy la mía con el mismo entusiasmo y con el mismo ansia que intento absorber la de mis amigos.

Andrés volvió a recostarse en el sofá. Apagó su cigarrillo y, curiosamente, encendió otro inmediatamente. Después de la segunda calada, me miró a los ojos y se puso tenso.

- Me has hablado de dos temas, aspectos, o como cojones los llames, de los que hablas en tus cuentos. ¿Qué pasa con el tercero?

- ¿La muerte?

- ¡Claro!

- Esa es de la que es más fácil hablar.

Ahora fui yo el que se recostó en el sillón antes de seguir.

- Ya te he contado porqué me interesan el amor y la amistad. Y ahora te voy a contar porqué me interesa la muerte. En primer lugar, porque es la culminación de la vida. ¡No pongas esa cara! Si la vida es, y yo creo que lo es, una carrera hacia delante, y subiendo cada vez cuestas más empinadas, cuando llegas a la cota más alta que puedes alcanzar tienes que sentirte satisfecho. Es tu cumbre. Quizás es más alta o más baja que la de otros. Pero es la tuya. Sólo tuya. Te pertenece. Quizás tenías objetivos más altos, o expectativas más bajas. No importa. Has llegado a un punto y has acabado tu trabajo. Es tu cumbre, y repito, sólo tuya.

- ¿Estás hablando de tiempo, de dinero, de nivel social?

- ¡Manda huevos, Andrés, que aún no me conozcas! Después de tantas conversaciones ya deberías saberlo. La cima de tu vida no se puede medir con parámetros como el dinero.

- ¡Perdona!

- Pero tu pregunta, no carecía del todo de sentido en su primera parte.

- ¿Qué parte?

- En lo relativo al tiempo.

- No lo entiendo.

- Aún no te lo he dicho y por eso no lo entiendes, pero me voy a suicidar esta noche, después de que te vayas.

Andrés apagó el cigarrillo en el cenicero. Se puso el abrigo y se dirigió a la puerta. Yo también me levanté. Antes de salir volvió a hablar.

- Supongo que no puedo hacer nada por evitarlo.

- No.

- Sólo espero que no sea doloroso para ti.

- No te preocupes, ya está todo organizado adecuadamente.

Andrés salió y cerró la puerta.

lunes, 4 de marzo de 2013

Cuento 8: Cacería

Eran poco más de las cuatro de la mañana cuando nos encontramos en la plaza del pueblo. En la plaza vieja. Hacía mucho frío y nos refugiamos del viento en los soportales de la iglesia. Esos soportales donde hubo un tiempo en el que estuvo el mercado del pueblo hasta que, después, se trasladó a la plaza nueva, aunque después desapareció, cuando el pueblo quedó con tan pocos habitantes que no podía sostener ni un mercadillo de ropa vieja.

Sólo éramos diez. Los diez más viejos amigos de la peña de caza. Y también los diez que habíamos entrecruzado nuestras vidas más veces. Pero también éramos los diez más expertos. Quedaba muy poca caza en el monte, pero aún sabíamos donde encontrarla.

A las cuatro y media subimos a las dos furgonetas, cargando toda nuestra aparamenta: escopetas, munición, morrales y comida, más la ropa de abrigo adicional que siempre tenemos que llevar por precaución.

Me tocó ir en la misma furgoneta que Pablo. Él delante y yo detrás. Cuando íbamos subiendo el puerto, sentí que mi ira crecía a la par que la topografía, y se incrementaba con cada curva de la carretera, cada una más cerrada que la anterior, según aumentaba la pendiente.

Cuando llegamos al monte, hicimos el tradicional desayuno antes de empezar la caza, entrando en calor y esperando al amanecer. De nuevo, me tocó sentarme al lado de Pablo, siempre sonriente y animado, pero sólo pude intercambiar con él algunas frases inocuas sobre la calidad de la comida que estábamos compartiendo.

Compartiendo. ¡Qué palabra mortal! Nada hay más doloroso que compartir. Porque nunca se puede compartir todo. Nunca la relación es perfectamente recíproca. Siempre alguien gana y alguien pierde. Luego, siempre alguien sufre. Incluso en la mejor de las parejas, como fue la mía, siempre alguien cede y no comparte la totalidad, se aparta y pierde ese pedazo de felicidad que le correspondería.

Concluimos el desayuno amistosamente, pero me dí cuenta de que las frases que Pablo me dirigía eran cálidas, y sin embargo, las mías eran siempre frías. Mi ira se estaba desbocando y, (en ese momento me asusté) quizás poniendo a la vista mi intención.

Luego nos fuimos a los puestos. Me había asegurado de tener un puesto suficientemente cerca del suyo. Y mientras nos colocábamos me quedé un poco retrasado, con lo que, desde donde estaba veía claramente su espalda.

Cargué la escopeta con cuidado, controlando la calidad de cada cartucho y su posición. Miré a su espalda y apunté. A la mitad de su espalda, para no fallar. Quité el guardamonte y me dispuse a apretar los dos gatillos.

Entonces él se dio la vuelta. Pablo era buen cazador, pero yo también. Y estaba seguro de no haber hecho ningún ruido, pero de algún modo se dio cuenta de que estaba allí. Como de algún modo se había dado cuenta de que faltaba a menudo en otras partes.

Se puso en pié y sólo dijo una frase: “No fui yo. Fuiste tú”.

La escopeta disparó, pero en la dirección contraria, como debía de ser, y cumplió su misión.

JL Llorente

Cuento 7: Cuando eras joven

Era una chica muy joven, de poco más de veinte años. Pero estoy casi seguro de que era igual de como eras tú veinte años atrás.

El pelo era quizás algo más rubio, pero igual de rizado. La misma mirada inteligente. La misma bonita figura y, también el mismo estilo de vestir, suficientemente discreto y a la vez atractivo, y salvando la distancia que implica el cambio de las modas con el tiempo.

Traté de no ser molesto y no mirar mucho hacia ella. Pero era mi subconsciente el que controlaba mis ojos, y los dirigía hacia ella cada pocos minutos, sin que yo pudiese evitarlo.

Decidí echarle una mirada final y cortar con este juego insano que me estaba alterando. Pero, en ese momento, ella miró hacia a mí y te sentí en su mirada. Era como si estuvieses en su lugar.

Y entonces me acordé de todas aquellas experiencias de tantos años. De tantos recuerdos, caricias, risas y alegrías; también de alguna pena, o disgusto, o discusión; de aquel cariño que nunca acabó y sigue conmigo. De la vida que habíamos pasado juntos.

Ella se fue poco después. Y volví a pensar en ti. Entonces recordé que nunca nos habíamos conocido y que solo eras un producto de mi imaginación. Tú eras mi sueño y ella era tu imagen.

Me alegré mucho al darme cuenta de que los sueños se pueden hacer realidad.

JL Llorente

Cuento 6: El portero


El Portero


El delantero colocó el balón en el punto de penalti. Luego, dio unos pasos atrás para tomar carrerilla. Era el último minuto del partido de la gran final. Si marcaba el gol su equipo sería campeón.

Sentía la tensión, pero estaba acostumbrado a afrontarla. Como hacía siempre, antes de empezar a correr miró hacia la grada, y no a la portería. Era un viejo truco. El delantero ya sabía adonde iba a apuntar; a la esquina inferior derecha, y ya lo había pensado al colocar el balón. Pero miraba a la grada para que el portero no intuyese por donde iba a llegar el balón.

El truco le funcionaba bien normalmente, pero en este caso, estaba absolutamente seguro de que iba a ser eficaz. Más que nunca.

Porque conocía bien al portero. Eran de la misma edad, de la misma ciudad, y hubo un tiempo en que fueron compañeros y amigos, cuando jugaban en categorías inferiores. Aunque ese tiempo había pasado.

Pero al mirar a la grada la vio. Era ella, la mujer, esposa o como se diga, del portero. Tan guapa como siempre. Tan maravillosa y atractiva. Tan… tantas cosas. Tan imaginable, tan soñable, y a la vez, tan real allí en la grada.

Y estaba comiéndose las uñas por la tensión del momento. Con el rostro seco y preocupado.

Ella, la causante de que hubiesen dejado de ser amigos al competir por ella. Ella, la que estuvo a punto de hacerle dejar el futbol al rechazarle y elegir al portero. Ella, la que destruyó su vida y le creó un vacío que nunca nadie pudo llenar.

El delantero miró al portero a los ojos. Eso ya no formaba parte del truco y los compañeros de su equipo se extrañaron. En ese momento el árbitro usó su silbato ordenando la ejecución del penalti. Esa forma de ejecución en un solo acto y en un solo momento que puede ser definitiva, como iba a ser en este caso.

El delantero sintió que tenía la oportunidad de vengarse. De vengarse del portero, de su mujer, de si mismo, y de la decepción de vida que llevaba desde que ella le había rechazado.

Cogió aire, llenando los pulmones y comenzó a correr con fuerza. Sabía cómo meter el gol y vengarse de todos de una sola vez.

Y mientras llegaba corriendo al balón, se dio cuenta de que también podía aceptar su derrota.

Cuando el balón pasó por encima del larguero, el delantero sintió un alivio tremendo. Luego se acercó al portero y le abrazó. Y mientras tanto, miró hacia la grada, hacia ella, y vio como le sonreía.

El delantero se sintió feliz por primera vez en mucho tiempo. Luego empezó a llorar.

JL Llorente

viernes, 1 de marzo de 2013

Cuento 5: Mateo nació sordo


Mateo nació sordo. Pero aquel vacío sensorial, lejos de representar un inconveniente en su vida, le proporcionaba la capacidad de percibir la realidad en estado puro, sin el artificio de la palabra. Así, cuando su madre, de chico, enternecida por su carencia se esforzaba por susurrarle  “no te preocupes, mi vida, te cuidaré siempre”, él escuchaba aquella verdad tan pura que se derramaba desde los ojos de ella, y que no precisaba palabras pues estaba impresa en la franqueza de su mirada.

Y así transcurría su vida: escuchando sin parar. Escuchaba las caricias de sus padres, el abrazo del amigo y la respiración pausada en el abandono de las tardes de domingo junto a la mujer que amaba. Lo escuchaba con la misma nitidez con que percibía la fingida condolencia que arrojaban a través de sus ojos, los alzados en el pedestal de la integridad de sus sentidos.

Por eso, cuando aquel día ella apretó su puño sobre el pecho a la altura del corazón y negando con  la cabeza le transmitió aquél “ya no te amo”, él se limitó a sonreir y se fue, con la certeza de que sólo se había abierto un paréntesis entre ambos ya que toda ella gritaba sin palabras: “a nadie podré querer como a ti, ahora y siempre”.

S. Llorente