Todo empezó por un pequeño incumplimiento de contrato.
Una mañana acudí a mi banco de cariño y solicité un poco más
de atención, e implícitamente, de ternura. Eso les sentó mal. Entonces me
mostraron los términos y condiciones del acuerdo que tenía firmado con el
banco. Lo que me iban a aportar periódicamente, y lo que yo debía devolver en cómodos
y simples, pero bien definidos plazos.
Les expliqué que tenía una carencia de amor puntual y les
rogué de nuevo una ampliación del crédito, fuese en forma de ternura, amistad o
simplemente cariño, pero fue en vano. Me dijeron que yo no tenía solvencia
emocional suficiente, lo cual, por otra parte, era cierto.
Unos días después no fui capaz de hacer frente a uno de los
pagos, más que nada por la frialdad con la que había sido tratado y que había disminuido
mi ánimo. Para disculparme por el impago escribí una carta al banco, pidiendo
el aplazamiento de la cuota, reiterando mi compromiso como cliente desde hacía
muchos años, y asegurándole que, con el nuevo préstamo que les había
solicitado, volvería a ser solvente emocionalmente y a devolver el cariño
prestado, fuese cual fuese el interés que me fijasen.
La respuesta del banco me llegó también por correo, pero
certificado, para asegurar que lo recibía. Me comunicaban que no había ninguna
opción de crédito. Además había sido incluido en la lista de clientes dudosos y
se iniciaban los procedimientos jurídicos correspondientes.
Hoy por la mañana estoy sentado en mi casa, esperando a que
llegue el juez a extirpar mi corazón.
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