La gata estaba sobre la mesa y el ratón debajo.
La gata sabía que quedaba muy poco tiempo. Llevaba tres
horas jugando con el ratón en esa habitación. Una habitación vacía; sólo con una
mesa en el centro, y una y única puerta que la gata había empujado con su
cuerpo una vez que el ratón y ella habían entrado.
Ella sabía que quedaba poco tiempo. Que pronto saltaría
desde la mesa. Lo cogería con sus garras sin dejarle moverse, y después, le
mordería en la parte posterior del cuello hasta matarle. Una vez muerto, le
sacaría al jardín y lo dejaría bien a la vista para que los humanos supiesen
que había cumplido su misión y le diesen más comida. Más comida y mejor que
comerse a un ratón.
La gata saltó de la mesa al suelo y el ratón corrió
aterrorizado hacia una esquina de la habitación. Escogió justo la esquina
opuesta a la puerta. Quizás ya adivinaba su destino.
La gata se acercó con pasos lentos, preparada para saltar al
menor movimiento del ratón. Sus ojos verdes inmensos controlaban toda la
habitación y, sobre todo, cada movimiento compulsivo de la cabeza del ratón,
que oscilaba de un lado al otro buscando una salida imposible.
La gata estaba a menos de un metro del ratón acorralado. Sólo
faltaba el salto final, en cuanto el ratón se moviese hacia algún lado. No habría
ningún fallo y la ejecución sería perfecta.
Pero, de pronto, el ratón dejó de mover la cabeza y sus
pequeños ojos se fijaron en los grandes y hermosos ojos de la gata. Y, aún
peor, se quedó quieto, sin moverse. Esperando el ataque; esperando su muerte; y
rendido.
La gata sólo pudo mantener la mirada del ratón unos
instantes. Después se volvió hacia la puerta y la empujó con su lomo hasta abrirla.
Luego, se retiró a otro rincón de la habitación desde el que vio salir al ratón
por la puerta.
Los gatos no lloran, pero a esta gata le hubiese gustado
poder hacerlo.
JL Llorente
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