Mateo nació sordo. Pero aquel vacío sensorial, lejos
de representar un inconveniente en su vida, le proporcionaba la capacidad de
percibir la realidad en estado puro, sin el artificio de la palabra. Así,
cuando su madre, de chico, enternecida por su carencia se esforzaba por susurrarle “no te preocupes, mi vida, te cuidaré
siempre”, él escuchaba aquella verdad tan pura que se derramaba desde los ojos
de ella, y que no precisaba palabras pues estaba impresa en la franqueza de su
mirada.
Y así transcurría su vida: escuchando sin parar. Escuchaba
las caricias de sus padres, el abrazo del amigo y la respiración pausada en el
abandono de las tardes de domingo junto a la mujer que amaba. Lo escuchaba con
la misma nitidez con que percibía la fingida condolencia que arrojaban a través
de sus ojos, los alzados en el pedestal de la integridad de sus sentidos.
Por
eso, cuando aquel día ella apretó su puño sobre el pecho a la altura del
corazón y negando con la cabeza le
transmitió aquél “ya no te amo”, él se limitó a sonreir y se fue, con la certeza
de que sólo se había abierto un paréntesis entre ambos ya que toda ella gritaba
sin palabras: “a nadie podré querer como a ti, ahora y
siempre”.S. Llorente
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