Cuando la volví a ver, después de tanto tiempo para mí, había
cambiado mucho. Digo tanto tiempo para mí, por lo que me duró y me costó su
ausencia. En todo ese enorme tiempo, que el pobre calendario no supo contar
como más de dos años, pero que para mí supuso un par de vidas, yo era ya muy
distinto, y ella también.
No es que hubiese cambiado su aspecto, su voz, su figura o
su manera de ser. Ni sus costumbres o sus gestos. Pero había cambiado su cercanía
y su ternura, que se habían convertido en alejamiento y frialdad. Lo sentí nada
más verla de nuevo.
Pero yo también había cambiado mucho durante esas dos vidas
rápidamente consumidas. Me había vuelto más seco, hosco, triste y peor. Quizás
el mejor adjetivo sea peor. Porque esa es la mejor descripción del proceso que
sufrí en esos dos años o esas dos vidas, o como sea en que se midan estas cosas.
El proceso tuvo dos partes, una en cada vida. En la primera todo
lo ocupó la tensión, el miedo, casi el pánico, por haberla perdido. Fue una
parte muy dura, y me costó una vida entera. Pero aún fue peor la segunda parte.
Fue cuando asumí la pérdida, entendí el porqué, y me dí cuenta de que no tenía
vuelta atrás. Eso me costó otra vida entera, pero, por suerte, creo que más corta,
aunque mi concepto del tiempo es cada vez menos objetivo.
Fue en mi tercer renacimiento cuando la volví a ver, y a
verla tan distinta, como decía antes, sin rastro de ese cariño que había
existido una vez.
Casi no me reconoció, pues yo ya estaba también muy
cambiado, con más canas, arrugas y penas sobre mi cuerpo. Tardó un rato en darse
cuenta de que era yo, lo cual no me extrañó, ya que ni yo mismo me reconocía
después de morir dos veces.
Hablamos un poco y, de pronto, se volvió más cálida su voz. Me
empecé a inquietar y mi corazón se aceleró. Seguimos hablando y cada vez me
sentía más nervioso.
Entonces me sonrió, y mi corazón se paró por última vez.
JL Llorente
No hay comentarios:
Publicar un comentario