jueves, 21 de marzo de 2013

Cuento 21: Las tres Marías

Javier se calzó las botas de agua y después de comprobar que estaba
cortado el suministro de luz y de gas, cerró la puerta y bajó por las
escaleras los cuatro pisos. Por supuesto, el ascensor ya no era
fiable.

Le apetecía mucho volver a ver la casa donde habían vivido sus
abuelos, en la calle paralela, pero allí soplaba muy fuerte el viento.
Por ello, decidió bajar hasta la plazuela y, desde allí, siguió hasta
la playa.

Las olas de casi seis metros rompían con fuerza contra el muro que aún
aguantaba en esa zona. Aunque el reloj de la Escalerona y el obelisco
en el que se erigía ya habían caído unos días antes. Aún no lo había
visto, pero Javier sabía que más al este de la playa, el muro se había
roto en varios puntos y algunos edificios estaban con sus fachadas
destrozadas. Por supuesto, los edificios ya habían sido abandonados al
principio del otoño.

Javier tenía dieciocho años, y con la energía propia de su edad,
siguió avanzando hacia el muro, aunque el agua ya le llegaba casi
hasta las rodillas. Sin las botas de agua, que todos usaban desde que
el nivel medio del mar subió más de un metro por el calentamiento
global, no hubiese podido seguir más allá. Pero era joven y fuerte. Y
conocía bien el mar desde que era muy pequeño. Siguió hasta llegar
hasta la última esquina, donde el viento soplaba con violencia y las
olas, partidas por el muro, aún entraban por la calle en rodillos de
más de treinta centímetros.

Protegido a sotavento por el edificio, se quedó un rato mirando las
fuertes olas que azotaban el muro y la antigua playa en la que se
había bañado de pequeño. A lo lejos se veían varias trombas marinas
que estaban destruyendo los restos de los diques exteriores del puerto
de El Musel que había dejado de operar tres años antes.

De pronto, Javier se fijó en una ola muy fuerte que venía a unos
doscientos metros de distancia. Era más alta que las demás, y llevaba
dos olas también muy fuertes detrás: las tres Marías, como las
llamaban los marineros. Como Javier estaba a más de treinta metros del muro,
la perdió de vista pronto, pero sintió el impacto contra el muro, que
resonó como una explosión, y vio el penacho de espuma que se elevó
hasta el cielo. Y la fuerte ola de más de dos metros que le arrastró
por la calle hasta la plazuela.

Consiguió quitarse las botas mientras estaba bajo el agua. Luego salió
a la superficie y tomó aire, al tiempo que oía un ruido enorme. Él no
lo sabía, pero la gran ola había destrozado el muro y entrado en el
antiguo aparcamiento subterráneo que había detrás de la Escalerona.
Toda la plaza del Náutico había colapsado sobre el aparcamiento y las
dos olas siguientes habían socavado los cimientos de los edificios de
la zona que se desplomaron prácticamente a la vez.

Javier se levantó del agua ya en la plazuela y echó a correr cuesta
arriba hacia Begoña, donde estaba el coche que les habían dejado sus
padres. Escogió el camino que tenía mayor pendiente, evitando las
zonas bajas que estarían seguramente anegadas. Y fue a buscar a su
familia en la cordillera.

Su playa y su ciudad habían dejado de existir, pero él había sido el
único testigo de su muerte. Y eso le reconfortaba; le reconfortaba
tanto como la calefacción del coche que, poco a poco, iba secando su
ropa.

JL Llorente

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