sábado, 16 de marzo de 2013

Cuento 16: Las ocho


Sonaron las campanas a las ocho llamando a la misa de la mañana y María miró por la ventana contando mentalmente a las beatas que entraban en la pequeña iglesia para la primera misa del día. Estaban todas: las ocho. Las mismas que irían por la tarde, a las siete al rosario si no llovía. Porque si llovía, doña Manuela no iría. Se permitía perder el rosario porque la humedad le hacía mucho daño a los huesos, como ella decía. Pero nunca faltaba a la misa de mañana.

A la misa del domingo iba mucha más gente; casi todo el pueblo. Todas las mujeres, excepto María; y la mayor parte de los hombres, salvo el “grupo de los anarquistas”, como eran conocidos cinco agricultores que aprovechaban la hora de la misa para jugar a las cartas en el bar del pueblo. Y, por supuesto, también iban a la misa dominical todos los niños del pueblo, aunque los que ya habían hecho la Comunión se quedaban al fondo y salían en cuanto sus padres no estaban mirando.

Desde que había llegado el nuevo cura se habían multiplicado los rumores sobre él en el pueblo. Era joven, de unos treinta años y, por lo poco que María sabía, había cambiado bastantes de las costumbres de don Ramón, el cura anterior, que había muerto un año atrás. Y parece que los cambios no gustaban.

María apenas se relacionaba más que con cuatro o cinco vecinas del pueblo. Y poco. Era una buena costurera. Pero desde que había llegado, dos años antes y sola desde la capital, había tenido pocos encargos, aunque le llegaban algunos más de pueblos cercanos. Vivía sola y no iba a misa, ni siquiera los domingos, lo cual era una mala señal a los ojos de sus vecinos.

Una vez al mes venía a visitarla una prima de la capital y se quedaba un par de días. Entonces María tenía una cara más alegre y salían las dos por la tarde a pasear hasta la curva del río. Pero, pasados los dos días, la prima volvía en el autobús y, al mismo tiempo, la cara de María volvía a su aspecto adusto y frío.

De su trabajo no podía vivir, pese a los encargos que le llegaban de fuera del pueblo o los encargos especiales, como cuando se casó la hija de don Alberto, el alcalde, y doña Manuela. Sabía que por el pueblo volaban los rumores sobre ella, porque nadie sabía que estaba viviendo de unas rentas que tenía en la capital.

Pese a su poca relación con sus vecinos, María se llegó a enterar de los desencuentros entre las beatas y el nuevo cura, porque ya se comentaban en voz alta por el pueblo.

Al parecer todo empezó porque el cura se quejó de los comentarios de las beatas en las confesiones, que, en vez de contar los pecados propios, contaban los ajenos. La discrepancia siguió subiendo de tono y el cura llegó a expulsar a alguna beata del confesionario sin absolverla. Después de eso, el término “cura comunista” empezó a oírse por el pueblo.

María salió a coger agua a la fuente que había delante de la iglesia. La misa aún no había acabado.

A esas horas el pueblo estaba vacío. La mayor parte de los hombres y de las mujeres estaban en el campo, y los niños en la escuela; Marina y Juan, los panaderos, en el horno; y Amelia, la mujer del dueño del bar y la vaquería, limpiando el bar, mientras su marido estaba en el establo ordeñando.

Al llegar a la fuente oyó unos gritos en la iglesia y luego fuertes golpes. Se acercó a la puerta y oyó un gemido.

Entonces entró.

Y vio a las ocho beatas formando un círculo junto al altar.

La iglesia era tan pequeña que le bastaron ocho pasos para llegar hasta ellas. Al darse cuenta de su presencia se separaron y vio en el centro del antiguo círculo al cura, tendido en el suelo y sangrando por la cabeza, con una gran herida en la frente. Luego se fijó en los bastones que llevaban todas las beatas.

- ¡Sí! ¡Ya está muerto!

Quién dijo eso fue doña Manuela. Luego el dio su bastón que María cogió sin entender nada.

- Pero, no hay problema. Todas diremos que has sido tú.

JL Llorente

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