El cohete
“Vete por los hondos espacios del alto firmamento a
atestiguar por donde pases que no hay dioses”. Esta frase no es mía; pero me
hubiese gustado escribirla; desgraciadamente ya estaba escrita y es más
antigua. La escribió Séneca el Joven, Lucio Anneo, hace más de dos mil años, y
la puso en boca de Jasón el argonauta, en su tragedia “Medea”.
Por ello, cuando Ikea sacó su nuevo cohete montable de
propulsión iónica, fui corriendo a comprarlo. La verdad es que tenerlo listo me
llevó más de un mes, porque perdí dos tornillos Trondheim y una tuerca
Maelstrom. Lo peor fue lo de la tuerca, porque en la ferretería no sabían como
era, y hasta que no vi en la wiki como se llamaba en inglés (whirlpool, como
las antiguas lavadoras) no hubo manera de encontrarla. Es lo que tienen estos
chicos del hardware.
Al final conseguí ensamblar el cohete y le añadí dos
turbinas Trent 900 Rolls-Royce para el despegue, más que nada por seguridad; y
también porque me habían salido baratas en un desguace de Airbus-380 que tenía
cerca de casa. Incrementaban el peso del cohete en 13 toneladas, más otras 20
para combustible. Pero no puedes andar con pijadas en un despegue interestelar,
ni puedes escatimar en gastos.
Después de hacer una fiesta de despedida con amigos,
familia, y un montón de gente que no conocía de nada pero que se apuntó a las
cañas y pinchos gratis, pegué una cabezada en el sofá y me puse el traje de
astronauta. Eso sí, no me puse aún el casco, porque me da calor los días que
pega mucho el sol. Y en Madrid, en junio, son todos los días.
Cuando estaba a punto de subir a la escalerilla del cohete y
había advertido a los admiradores que venían a despedirme de que se alejasen,
tras decir unas sencillas palabras (bueno, sólo eran tres admiradores, así que
no tuve que decir mucho), de repente llegó corriendo Anita y dijo que se iba
conmigo a las estrellas.
Venía con una funda de mecánico azul clásica (vamos, lo que
se llamó toda la vida un mono, aunque el mono vaya dentro), que le quedaba muy
bien, y un casco de moto. Intenté convencerla de que no viniese porque era un
viaje sin retorno, no como el de los argonautas, que ella no iba adecuadamente
vestida para la ocasión, que quizás fuese peligroso, que su peso adicional
ponía en peligro la misión (me arrepentí de decir eso cuando me soltó una
bofetada), y bueno, ya no dije más. Así que subimos los dos al cohete.
Después de comprobar los sistemas de la nave, y conseguir
que Anita cambiase su funda de mecánico y su casco de moto por un verdadero
traje de astronauta (esta parte no la describo con detalle porque soy un
caballero, pero os podéis imaginar que fue muy interesante), saludamos por la
ventanilla a nuestros admiradores, a los tres, y nos pusimos los cinturones de
seguridad preparándonos para la brutal aceleración que íbamos a sufrir.
Puse en marcha las turbinas Trent 900, pero sólo arrancó
una. En todo caso era un empuje redundante, así que no importaba, y encendí los
motores iónicos de Ikea. ¡Le voilà! El cohete comenzó a ascender, aunque un
poco escorado a babor, ya que el Trent de babor era el que no funcionaba.
Manteniendo firmemente el rumbo, incrementando la potencia
de los motores iónicos, y apagando la turbina que funcionaba, conseguí alcanzar
la estratosfera, y poco después estábamos en microgravedad. Entonces Anita se
soltó los cinturones de seguridad y, tras darse varios golpes contra el techo,
acercó su casco al mío de un modo muy atractivo.
- ¡Esto es increíble! - Y me dio un beso virtual entre los
dos cascos, pero claro, no sentí nada más que el choque entre ambos cascos y
que me produjo un chichón en la frente. La verdad es que los cascos no eran muy
buenos, porque los había comprado en las rebajas del Leclerc de Vallecas, pero
mantenían la presión de los trajes, aunque no permitían las relaciones más
intensas relacionadas con la líbido.
Una vez que nos estabilizamos y conseguí que Anita volviese
a sentarse en su asiento y se abrochase el cinturón (que, por otra parte,
aseguré con un candado, eso sí, digital) forcé el motor iónico y entramos en
warp.
Para los incultos en física teórica o navegación
interestelar, que seréis muchos, warp significa pliegue. Y no un pliegue
cualquiera, si no un pliegue del espacio-tiempo sobre otra dimensión. Un
pliegue que te manda en segundos a tomar por el saco a la otra punta del
universo. El único problema es que el universo no tiene puntas. Ni puntas, ni
vértices. Tampoco aristas, lados o apotemas. O sea, pliegas el universo, te vas
a tomar por el saco y no sabes a donde llegas. Pero mola.
El warp, el pliegue, puede modularse, es decir puede fijarse
su intensidad. Es como doblar un papel. Puedes doblarlo por la mitad, y volver
a doblarlo por la mitad y volver a doblarlo por la mitad. Cuantos más dobleces
hagas menos idea tienes de donde acabas. Yo había decidido hacer un warp-4, que
me llevaría, más o menos, a la nebulosa del Saco de Carbón, que descubrió
Vicente Yáñez Pinzón en 1499 y está entre Centaurus y Musca.
Lo que pasa es que, en ese justo momento, Anita, que estaba
enredando con su móvil, consiguió liberar su candado digital, salió disparada
hacia el techo, contra el que chocó, y al rebotar me dio en el brazo que
manejaba la palanca del warp. Y la jodimos.
La nebulosa del Saco de Carbón también se llama Nube Oscura
de Magallanes, mientras que las Nubes de Magallanes, o sea las claras por no
decir las normales, son dos galaxias cercanas a la nuestra, y que están mucho
más lejos. Pues bien, el rebote de Anita contra mi brazo hizo que yo empujase
la palanca y la pusiese en warp-8. Y, a tomar por el saco, y esta vez no era el
de carbón. Terminamos en la Pequeña Nube de Magallanes, a unos doscientos mil
años luz de la Vía Lactea.
Le eché una bronca tremenda a Anita y le obligué a volver a
ponerse el cinturón. Pero luego me hizo una encantadora caída de ojos y no pude
seguir riñéndola. Después intenté saber adonde habíamos llegado.
Teníamos justo enfrente una estrella de clase G, con varios
planetas alrededor. El segundo tenía buena pinta y nos dirigimos hacia él. Más
que nada porque no se nos ocurría nada mejor que hacer.
Ya desconectado el motor iónico y sólo con los Trents 900
(conseguimos arrancar también el de babor), nos pusimos en órbita polar y
echamos un vistazo. Bueno, un vistazo muy largo, porque estuvimos dos semanas
en órbita mientras intentábamos montar el transbordador de Ikea que venía de
serie con el cohete de propulsión iónica. Estuvimos a punto de abandonar cuando
perdimos una tuerca Maelstrom, pero luego la encontramos debajo de una mesa.
Finalmente, subimos al transbordador y bajamos al planeta,
que habíamos llamado Isla Azul en un esfuerzo de originalidad.
La historia posterior merece otro cuento, pero os puedo
adelantar que fuimos muy felices en ese nuevo mundo. Anita tuvo tres hijos con
un islazulito y yo otros dos con una islazulita. Nuestro cohete de Ikea siguió
en órbita, y vamos periódicamente a él de vacaciones con la familia o a hacerle
mantenimiento.
Y lo más sorprendente: después de cruzar medio universo no
he encontrado ningún dios. Debe ser que Séneca tenía razón. Y se me olvidaba
decir que los islazulitos son muy inteligentes y, además, no saben que
significa la palabra dios.
La lanzadera
Lo mejor que tiene el planeta y la sociedad de Isla Azul es
que no usan dinero. No usan monedas ni billetes, y sólo tienen un banco que se
llama el Santander Intergaláctico.
Según bajamos de la lanzadera Anita y yo, nos encontramos
como unos doscientos islazulinos que nos estaban esperando. Fueron muy
simpáticos y nos dieron muchos abrazos y besos. Bueno, a Anita la abrazaban y
besaban más los islazulinos y a mí más las islazulinas, aunque hubo alguna
excepción.
Apareció luego un personaje que parecía importante, y nos
dijeron que era el Presidente de la Región Autónoma y que nos daba la
bienvenida oficial, que duró media hora, y que una vez que la tradujimos (con
Google Interplanetary Translator - a partir de ahora GIT) sonaba como “Hola,
¿Qué tal?”
Después nos dio una tarjeta de crédito a cada uno. Porque,
si no tienes tarjeta de crédito en Isla Azul estas jodido. Porque, como no usan
monedas, sólo puedes pagar con la tarjeta. Y sólo pues cobrar de una tarjeta.
Al principio es un follón, pero cuando te acostumbras, termina siendo muy fácil.
Nos dieron también de comer y beber en un bar-restaurante
muy apañado que estaba cerca de dónde islazulizamos, y que tenía unos
bogavantes cojonudos (aunque no eran tan buenos como los de Pescanova de
Angola), que tomamos con arroz caldoso. Después de que quedamos bien hartos,
nos invitaron a unos chupitos que celebramos brindando a la salud del
Presidente, y nos llevaron a dormir a una casa rural. Allí nos dieron ropa
local para que pudiésemos quitarnos los trajes de astronauta de una vez, que ya
olían un poco después de un viaje tan largo.
El día siguiente también empezó estupendamente, porque nos
dieron para desayunar unos chorizos a la sidra con patatas fritas que estaban
como dios (bueno no se lo dijimos así, porque los nativos de aquí no entienden
la palabra, pero buscamos un sinónimo en GIT). Pero, a continuación, nos
dijeron que se acababa la fiesta y que teníamos que empezar a trabajar.
El sistema laboral de los islazulinos es bien fácil. Tú
trabajas en lo que sabes o en lo que puedes hacerlo suficientemente bien. Por
tu trabajo te pagan en la tarjeta. Y cuando quieres comprar algo, lo pagas con
la tarjeta también. Pero para evitar los vicios del capitalismo terrestre, los
islazuldinos tienen un mecanismo adicional de techo-suelo de crédito en la
tarjeta. No puedes acumular más dinero del que puedas gastar en un año, aunque
tomes arroz con bogavante todos los días. Pero siempre tendrás un saldo
suficiente para comer huevos fritos con patatas todos los días del año. Y algún
día, aún te sobra para un chorizo a la sidra para celebrar tu cumpleaños o
invitar a un amigo.
Anita y yo estuvimos toda la mañana pensando de qué podíamos
trabajar. Le dimos vueltas a la mollera hasta que acabamos mareados. La opción
de desmontar el cohete y vender las piezas era complicada, aunque podía darnos
mucho crédito, porque los islazulinos no tenían tuercas Maelstrom, ni tornillos
Trondheim. Hasta los motores Tremp 900 podían valer para algo.
Pero era muy complicado desmontar el cohete en órbita polar
sólo con la lanzadera. Lo más probable es que cayese a Isla Azul a mitad del
desmontaje, y entonces nos iba a pasar lo que le pasó a Magallanes en Mactán o
al Capitán Cook en Hawai (que los mataron), y además los trajes de astronauta aún olían bastante.
Así que decidimos organizar una agencia de viajes con la lanzadera. Además, así
conoceríamos mejor el planeta.
Al principio, la agencia funcionó muy bien. Viajamos por
todo el planeta llevando a grupos a visitar distintos montes, ríos, selvas, playas,
los casquetes polares, y también sitios quizás menos interesantes
geográficamente, pero dónde también eran frecuentes los casquetes. En fin,
paraísos de todo tipo. Incluso fuimos ampliando la oferta de servicios e
incluimos primero un catering y luego el todo-incluido con la típica pulserita
en la muñeca.
Pero cuando empezamos a explorar la posibilidad de
establecer contratos con ciertos bares-restaurantes y casas rurales en
distintos puntos del planeta, nos visitó el Secretario del Presidente de la Región
Autónoma.
El Secretario vestía muy formalmente (ya habíamos aprendido
bastante sobre las costumbres del planeta) y llevaba perfectamente anudada la
corbata en la coleta de su pelo, y ambas elegantemente dispuestas sobre su
hombro izquierdo.
Primero me fijé en el buen gusto que había tenido al
seleccionar la corbata, que no sólo hacía juego con su túnica, si no también
con las distintas tonalidades de su coleta, variando del violeta al verde
botella con gran naturalidad, y le felicité por su elegancia.
Pero, después me dí cuenta de otra cosa, y me quedé pálido y
casi sin habla. Anita, a mi lado, estaba haciendo algún comentario educado y
cordial de saludo, pero aún no se había dado cuenta de ese otro detalle.
Los islazulinos tienen pocos defectos, pero quizás, el
principal que tienen es su sinceridad. Y eso, para un humano, es muy
desagradable. Nunca están dispuestos a engañar a nadie; y si no se engañan
entre ellos, menos aún a un extraislazulino.
Por ello, al notar que el Secretario llevaba la corbata (y
la coleta) apoyada en el hombro izquierdo, recordé que era un símbolo y un
aviso para prevenirnos de que venían muy malas noticias.
Nos sentamos (bueno el Secretario se sentó al modo local,
pero eso ya lo contaré otro día) y nos dio el mensaje que había venido a
contarnos.
- Vuestra agencia de viajes va muy bien y os felicito.
Siempre conseguís estar en el techo de crédito de vuestras tarjetas. Pero eso
nos crea algunos problemas en la Región Autónoma. El turismo interior se
resiente. Y la reelección de nuestro Presidente está muy complicada. Y eso no
nos gusta.
Hizo un silencio que sólo se quebró por el ruido de Anita
que se removía sobre su silla temblando visiblemente. Yo no lo hacía
visiblemente, pero casi. Y usé el GIT para asegurarme de que lo entendía todo
bien.
- ¿Nos está pidiendo que dejemos el negocio?
- ¡No, por favor! Eso no sería ético – y sonrió, lo que me
dio más miedo aún -. Sólo tengo una propuesta alternativa que creo que puede
ser interesante para ambas partes.
- Por supuesto estamos deseosos de escucharla.
- Es fácil de entender. Queremos la dedicación exclusiva de
su lanzadera a actividades dentro de nuestra Región Autónoma, o que interesen a
nuestra Región. Hay que estudiar los detalles: quizás traslado de jubilados a
nuestras hermosas playas; algunos vuelos concretos de grupos de turistas desde
otras regiones que autoricemos previamente; de vez en cuando excursiones
programadas por el Gobierno Regional; y, por supuesto, los traslados del
Presidente.
- Pero eso, bueno…, no estoy seguro que sea rentable.
La sonrisa que puso el Secretario fue más amplia que la del
gato de Cheshire.
- Lo haremos rentable, eso no es problema. Mañana empezamos
las negociaciones. Y podríamos renombrar la compañía como MarsAns.
- ¿Cómo?
- Mars por el planeta ese de cerca de vuestra Tierra y que
se parece algo al nuestro, y Ans significa colega en islazulí.
Y se levantó y marchó.
Al final las negociaciones llegaron a buen puerto, o a buen
aeropuerto, ya que hablábamos de la lanzadera. Nos aseguraron a Anita y a mí el
tope de crédito para los siguientes años, a través de una concesión perpetua, y
nos permitieron contratar a cuatro nuevos tripulantes, de modo que no
tuviésemos que pasarnos toda la vida llevando jubilados a nuestras hermosas
playas. El turismo local mejoró y el Presidente resultó reelegido.
Al final, Anita y yo teníamos mucho más tiempo libre y así
encontramos a nuestras respectivas parejas, que es algo que aún os tengo que
contar.
Pero como le dijo la Duquesa a Alicia en el País de las
Maravillas: “Todo tiene una moraleja, sólo hace falta saber encontrarla”; o,
como le dijo después: “Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás
pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses
lo que eres”.
No sé si me explico.
Aeronáutica
Anita se casó con Armando. Bueno, en su idioma no se llamaba
así, pero como siempre nos ayudaba a armar o desarmar alguna pieza de la
lanzadera, pues eso, le quedó el nombre. El tío era muy listo y aprendió a
hacer tuercas Maelstrom y tornillos Trondheim, con una extraña máquina,
combinación de torno-fresadora, que tenían en una trefilería local.
El problema estaba en que la máquina rara era una
InterSiemens. Y los de InterSiemens son algo…; bueno, no voy a decir
gilipollas, pero como si fuesen alemanes. Y si desarrollabas algo nuevo con sus
máquinas te exigían la patente.
Así que mantuvimos en secreto que podíamos hacer las tuercas
y los tornillos. Y además coincidió que por esas fechas yo me ligué a una
islazulina (pero que no tenía ni el pelo ni los ojos azules) que era ingeniera
aeronáutica.
No sé si dije ya que en Isla Azul no había aviones, por eso
nuestro negocio de la lanzadera era tan provechoso para la Región Autónoma.
Vamos, que no tenían ni idea de cómo levantarse sobre el suelo ni colgados de
una cometa (ni siquiera existe la palabra cometa en islazulí; ya pensando en
ello, si no existe la palabra cometa, es normal que no exista la palabra dios).
Así que la ingeniería aeronáutica era una carrera que te
proporcionaba cultura y distinción, aunque no te sirviese para nada después.
Como estudiar Filosofía y Letras en la época de Franco, que era más chic que
estudiar Corte y Confección.
La chica se llamaba de un modo muy raro en islazulí, así que
le pusimos Urania, hija de Zeus y la menor de todas las musas y encargada de la
astronomía según el mito griego de la Tierra. Además, como según los griegos
antiguos la musa siempre iba vestida de azul, pues,… bueno, tampoco fue tanto
esfuerzo ponerle el nombre.
Resultó que la relación entre Urania y yo fue creciendo,
sobre todo cuando ella empezó a diseñar una nueva lanzadera a partir de la nuestra,
que utilizaba las tuercas Maelstrom y los tornillos Trondheim. Cuando comprobé
sus diseños, aunque yo no tenía ni idea, me pareció que era mejor que la
nuestra.
Y tomé dos decisiones drásticas. La primera fue decidir que
construiríamos su lanzadera y la probaríamos. Urania se echó a mis brazos y se
sintió más feliz que nunca, ya que por fin veía realizada su vocación (cosa que
no le ha pasado a nadie que haya estudiado Filosofía y Letras en la época de
Franco, por ejemplo).
La segunda aún fue más drástica: le pedí que se casase
conmigo. Y, sorprendentemente, aceptó.
Mantuvimos en secreto la construcción de la nueva lanzadera
de Urania por varios motivos. Primero, por si nos pillaban los de InterSiemens
con los tornillos y las tuercas. Segundo, por si se enteraba el Gobierno
Autonómico y nos la quitaba. Tercero, por si se mosqueaban los de Azul-BriCor,
que era donde comprábamos las piezas del casco poco a poco, diciendo que eran
para reparar nuestra lanzadera “oficial”.
El proceso llevó varios años, que aprovechamos para generar
descendencia, al tiempo que, sobre todo, disfrutábamos de los momentos en los
que la intentábamos generar. Y finalmente, tras los sofocones relativos al
punto anterior, y los relativos a las primeras pruebas de vuelo que salieron
muy bien (al igual que los intentos de generar descendencia), Anita, Urania,
Armando y yo, junto con nuestras proles, estábamos listos para abandonar Isla
Azul.
Pero antes había que tomar precauciones. Y planificar la
secuencia de salida.
Así que pedí una audiencia con el Presidente, que me fue
concedida una semana más tarde. Pero quién me recibió fue el Secretario. De
todos modos, no me importaba.
El Secretario estaba sentado al modo local (¡joder!, se me
había olvidado describirlo antes), o sea, con los pies encima de la mesa a lo
Bush-Aznar. Cortésmente le pedí disculpas por la intromisión en sus altos
asuntos, aunque básicamente estaba hablando a sus botas, que era lo único que
yo veía. Después le expliqué que necesitábamos realizar una revisión general en
la lanzadera porque se había estropeado la trócola, pieza fundamental para la
seguridad de la navegación, y que, en consecuencia, deberíamos suspender los
vuelos durante una semana.
El Secretario saltó de la silla, con lo cual vi su cara de
cabreo (se había puesto azul) y me echó una bronca de la leche, pero me mantuve
firme y repetí la palabra seguridad unas veinte veces. Al final cedió y me
mando a…, antes de echarme de su despacho.
Mientras volvía hacia nuestra nueva lanzadera, sonriendo
porque que Armando ya habría quitado todas las tuercas Maelstrom y los
tornillos Trondheim de la “vieja” lanzadera, me sentí feliz y liberado. Estaba
del Gobierno Autonómico hasta las pelotas.
Subimos con toda la prole a la nueva lanzadera. Y llegamos
al cohete. Desmontamos la lanzadera y encendí los Tremp-900, que, curiosamente,
arrancaron sin problema.
Según avanzábamos hacia el espacio profundo, con Urania a mi lado (con el
cinturón bien abrochado), sentí algo de nostalgia al dejar Isla Azul a babor.
JL Llorente