martes, 28 de mayo de 2013

Un buen naufrágio

Nunca tuve tanta suerte como cuando te conocí. Aunque al principio me pareciste la lancha más fea que había en el puerto, todo hay que decirlo. Pero luego, poco a poco, fui descubriendo la belleza de tus amuras y de tus aletas, y tu elegante y estilizada carena, y sobre todo como navegabas, que era lo más importante.

Después salimos juntos a la mar que fué ese día especial que siempre recordaré .Estabas arbolada con aquellas dobles velas latinas, tan rojas, como las de los antiguos sinagots franceses, y fue cuando me enamoré de ti.

La mar es dura, y desgasta las velas y el resto del aparejo, y también las quillas se deterioran, pero aún desgasta más a los marineros, y más rápido. Y con el tiempo, yo me volví más calvo y tú tuviste más a menudo más vías de agua y tus velas ya dejaron de ser tan rojas.

Y cuando, al final, zozobramos los dos, y tú te hundiste y yo me ahogué, te quejaste de que no te hubiese cuidado más. Y tenías razón, porque no lo había hecho, o no lo suficiente.

Ya sé que quizás podríamos haber tenido finales menos bruscos: tú reparada en un astillero y yo en una residencia de ancianos, sin posibilidad de reparación. Por ello, prefiero haber muerto contigo en esa borrasca, y recordar cuando tus velas eran rojas y yo no era calvo.

Quizás me consideres egoísta, pero no existe amor que no lo sea. Porque si no es egoísta no es amor.

JL Llorente

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