Cuando mi esposa me dijo, tras acabar de cenar, que quería
que nos divorciásemos, lo primero que sentí fue sorpresa. Durante unos momentos
me quedé simplemente con la boca abierta, y luego, tras respirar profundamente,
lo único que se me ocurrió fue sonreír.
Tampoco fue una respuesta muy inteligente, pero al menos sí
fue sorprendente para ella. Respiré profundamente de nuevo y le pregunté el
porqué de su petición, por llamarla de algún modo, ya que el tono de su voz
reflejaba más bien una exigencia.
Ella expuso una lista muy larga de motivos, bien
argumentados y casi podríamos decir que bien documentados, que no eran
refutables, ni en conjunto, ni uno por uno. No pude hacer otra cosa que asentir
ante cada uno de ellos.
Volví a respirar para mantener la calma, ya que cada vez
estaba más angustiado. También noté que ella estaba más alterada, pues aunque
tenía completamente preparado su discurso, no le era fácil expresarlo.
Después de aceptar todos sus motivos, y respirar de nuevo,
le hice una sola pregunta:
- Ya me has dicho el porqué y lo entiendo, pero no me has
dicho el para que.
- No te entiendo.
- ¿Para qué te quieres divorciar?
Entonces fue ella la que respiró profundamente, se apoyó más
atrás en la silla, y sonrió.
- No hay un para que. ¡No pienses cosas raras!
- Y entonces, al no haber un para que, ¿no sería más fácil
corregir los porqués en vez de meternos en este lío?
Los dos volvimos a respirar profundamente y al mirarnos a
los ojos no pudimos evitar sonreír. Me levanté de la silla y le dí un beso, y nos
fuimos a dormir, porque la discusión nos había cansado mucho a los dos.
Pero antes de dormirme tuve que volver a respirar profundamente varias veces.
JL Llorente
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