viernes, 10 de mayo de 2013

Los cuentos de Isla Azul


El cohete

“Vete por los hondos espacios del alto firmamento a atestiguar por donde pases que no hay dioses”. Esta frase no es mía; pero me hubiese gustado escribirla; desgraciadamente ya estaba escrita y es más antigua. La escribió Séneca el Joven, Lucio Anneo, hace más de dos mil años, y la puso en boca de Jasón el argonauta, en su tragedia “Medea”.

Por ello, cuando Ikea sacó su nuevo cohete montable de propulsión iónica, fui corriendo a comprarlo. La verdad es que tenerlo listo me llevó más de un mes, porque perdí dos tornillos Trondheim y una tuerca Maelstrom. Lo peor fue lo de la tuerca, porque en la ferretería no sabían como era, y hasta que no vi en la wiki como se llamaba en inglés (whirlpool, como las antiguas lavadoras) no hubo manera de encontrarla. Es lo que tienen estos chicos del hardware.

Al final conseguí ensamblar el cohete y le añadí dos turbinas Trent 900 Rolls-Royce para el despegue, más que nada por seguridad; y también porque me habían salido baratas en un desguace de Airbus-380 que tenía cerca de casa. Incrementaban el peso del cohete en 13 toneladas, más otras 20 para combustible. Pero no puedes andar con pijadas en un despegue interestelar, ni puedes escatimar en gastos.

Después de hacer una fiesta de despedida con amigos, familia, y un montón de gente que no conocía de nada pero que se apuntó a las cañas y pinchos gratis, pegué una cabezada en el sofá y me puse el traje de astronauta. Eso sí, no me puse aún el casco, porque me da calor los días que pega mucho el sol. Y en Madrid, en junio, son todos los días.

Cuando estaba a punto de subir a la escalerilla del cohete y había advertido a los admiradores que venían a despedirme de que se alejasen, tras decir unas sencillas palabras (bueno, sólo eran tres admiradores, así que no tuve que decir mucho), de repente llegó corriendo Anita y dijo que se iba conmigo a las estrellas.

Venía con una funda de mecánico azul clásica (vamos, lo que se llamó toda la vida un mono, aunque el mono vaya dentro), que le quedaba muy bien, y un casco de moto. Intenté convencerla de que no viniese porque era un viaje sin retorno, no como el de los argonautas, que ella no iba adecuadamente vestida para la ocasión, que quizás fuese peligroso, que su peso adicional ponía en peligro la misión (me arrepentí de decir eso cuando me soltó una bofetada), y bueno, ya no dije más. Así que subimos los dos al cohete.

Después de comprobar los sistemas de la nave, y conseguir que Anita cambiase su funda de mecánico y su casco de moto por un verdadero traje de astronauta (esta parte no la describo con detalle porque soy un caballero, pero os podéis imaginar que fue muy interesante), saludamos por la ventanilla a nuestros admiradores, a los tres, y nos pusimos los cinturones de seguridad preparándonos para la brutal aceleración que íbamos a sufrir.

Puse en marcha las turbinas Trent 900, pero sólo arrancó una. En todo caso era un empuje redundante, así que no importaba, y encendí los motores iónicos de Ikea. ¡Le voilà! El cohete comenzó a ascender, aunque un poco escorado a babor, ya que el Trent de babor era el que no funcionaba.

Manteniendo firmemente el rumbo, incrementando la potencia de los motores iónicos, y apagando la turbina que funcionaba, conseguí alcanzar la estratosfera, y poco después estábamos en microgravedad. Entonces Anita se soltó los cinturones de seguridad y, tras darse varios golpes contra el techo, acercó su casco al mío de un modo muy atractivo.

- ¡Esto es increíble! - Y me dio un beso virtual entre los dos cascos, pero claro, no sentí nada más que el choque entre ambos cascos y que me produjo un chichón en la frente. La verdad es que los cascos no eran muy buenos, porque los había comprado en las rebajas del Leclerc de Vallecas, pero mantenían la presión de los trajes, aunque no permitían las relaciones más intensas relacionadas con la líbido.

Una vez que nos estabilizamos y conseguí que Anita volviese a sentarse en su asiento y se abrochase el cinturón (que, por otra parte, aseguré con un candado, eso sí, digital) forcé el motor iónico y entramos en warp.

Para los incultos en física teórica o navegación interestelar, que seréis muchos, warp significa pliegue. Y no un pliegue cualquiera, si no un pliegue del espacio-tiempo sobre otra dimensión. Un pliegue que te manda en segundos a tomar por el saco a la otra punta del universo. El único problema es que el universo no tiene puntas. Ni puntas, ni vértices. Tampoco aristas, lados o apotemas. O sea, pliegas el universo, te vas a tomar por el saco y no sabes a donde llegas. Pero mola.

El warp, el pliegue, puede modularse, es decir puede fijarse su intensidad. Es como doblar un papel. Puedes doblarlo por la mitad, y volver a doblarlo por la mitad y volver a doblarlo por la mitad. Cuantos más dobleces hagas menos idea tienes de donde acabas. Yo había decidido hacer un warp-4, que me llevaría, más o menos, a la nebulosa del Saco de Carbón, que descubrió Vicente Yáñez Pinzón en 1499 y está entre Centaurus y Musca.

Lo que pasa es que, en ese justo momento, Anita, que estaba enredando con su móvil, consiguió liberar su candado digital, salió disparada hacia el techo, contra el que chocó, y al rebotar me dio en el brazo que manejaba la palanca del warp. Y la jodimos.

La nebulosa del Saco de Carbón también se llama Nube Oscura de Magallanes, mientras que las Nubes de Magallanes, o sea las claras por no decir las normales, son dos galaxias cercanas a la nuestra, y que están mucho más lejos. Pues bien, el rebote de Anita contra mi brazo hizo que yo empujase la palanca y la pusiese en warp-8. Y, a tomar por el saco, y esta vez no era el de carbón. Terminamos en la Pequeña Nube de Magallanes, a unos doscientos mil años luz de la Vía Lactea.

Le eché una bronca tremenda a Anita y le obligué a volver a ponerse el cinturón. Pero luego me hizo una encantadora caída de ojos y no pude seguir riñéndola. Después intenté saber adonde habíamos llegado.

Teníamos justo enfrente una estrella de clase G, con varios planetas alrededor. El segundo tenía buena pinta y nos dirigimos hacia él. Más que nada porque no se nos ocurría nada mejor que hacer.

Ya desconectado el motor iónico y sólo con los Trents 900 (conseguimos arrancar también el de babor), nos pusimos en órbita polar y echamos un vistazo. Bueno, un vistazo muy largo, porque estuvimos dos semanas en órbita mientras intentábamos montar el transbordador de Ikea que venía de serie con el cohete de propulsión iónica. Estuvimos a punto de abandonar cuando perdimos una tuerca Maelstrom, pero luego la encontramos debajo de una mesa.

Finalmente, subimos al transbordador y bajamos al planeta, que habíamos llamado Isla Azul en un esfuerzo de originalidad.

La historia posterior merece otro cuento, pero os puedo adelantar que fuimos muy felices en ese nuevo mundo. Anita tuvo tres hijos con un islazulito y yo otros dos con una islazulita. Nuestro cohete de Ikea siguió en órbita, y vamos periódicamente a él de vacaciones con la familia o a hacerle mantenimiento.

Y lo más sorprendente: después de cruzar medio universo no he encontrado ningún dios. Debe ser que Séneca tenía razón. Y se me olvidaba decir que los islazulitos son muy inteligentes y, además, no saben que significa la palabra dios.

La lanzadera

Lo mejor que tiene el planeta y la sociedad de Isla Azul es que no usan dinero. No usan monedas ni billetes, y sólo tienen un banco que se llama el Santander Intergaláctico.

Según bajamos de la lanzadera Anita y yo, nos encontramos como unos doscientos islazulinos que nos estaban esperando. Fueron muy simpáticos y nos dieron muchos abrazos y besos. Bueno, a Anita la abrazaban y besaban más los islazulinos y a mí más las islazulinas, aunque hubo alguna excepción.

Apareció luego un personaje que parecía importante, y nos dijeron que era el Presidente de la Región Autónoma y que nos daba la bienvenida oficial, que duró media hora, y que una vez que la tradujimos (con Google Interplanetary Translator - a partir de ahora GIT) sonaba como “Hola, ¿Qué tal?”

Después nos dio una tarjeta de crédito a cada uno. Porque, si no tienes tarjeta de crédito en Isla Azul estas jodido. Porque, como no usan monedas, sólo puedes pagar con la tarjeta. Y sólo pues cobrar de una tarjeta. Al principio es un follón, pero cuando te acostumbras, termina siendo muy fácil.

Nos dieron también de comer y beber en un bar-restaurante muy apañado que estaba cerca de dónde islazulizamos, y que tenía unos bogavantes cojonudos (aunque no eran tan buenos como los de Pescanova de Angola), que tomamos con arroz caldoso. Después de que quedamos bien hartos, nos invitaron a unos chupitos que celebramos brindando a la salud del Presidente, y nos llevaron a dormir a una casa rural. Allí nos dieron ropa local para que pudiésemos quitarnos los trajes de astronauta de una vez, que ya olían un poco después de un viaje tan largo.

El día siguiente también empezó estupendamente, porque nos dieron para desayunar unos chorizos a la sidra con patatas fritas que estaban como dios (bueno no se lo dijimos así, porque los nativos de aquí no entienden la palabra, pero buscamos un sinónimo en GIT). Pero, a continuación, nos dijeron que se acababa la fiesta y que teníamos que empezar a trabajar.

El sistema laboral de los islazulinos es bien fácil. Tú trabajas en lo que sabes o en lo que puedes hacerlo suficientemente bien. Por tu trabajo te pagan en la tarjeta. Y cuando quieres comprar algo, lo pagas con la tarjeta también. Pero para evitar los vicios del capitalismo terrestre, los islazuldinos tienen un mecanismo adicional de techo-suelo de crédito en la tarjeta. No puedes acumular más dinero del que puedas gastar en un año, aunque tomes arroz con bogavante todos los días. Pero siempre tendrás un saldo suficiente para comer huevos fritos con patatas todos los días del año. Y algún día, aún te sobra para un chorizo a la sidra para celebrar tu cumpleaños o invitar a un amigo.

Anita y yo estuvimos toda la mañana pensando de qué podíamos trabajar. Le dimos vueltas a la mollera hasta que acabamos mareados. La opción de desmontar el cohete y vender las piezas era complicada, aunque podía darnos mucho crédito, porque los islazulinos no tenían tuercas Maelstrom, ni tornillos Trondheim. Hasta los motores Tremp 900 podían valer para algo.

Pero era muy complicado desmontar el cohete en órbita polar sólo con la lanzadera. Lo más probable es que cayese a Isla Azul a mitad del desmontaje, y entonces nos iba a pasar lo que le pasó a Magallanes en Mactán o al Capitán Cook en Hawai (que los mataron), y además los trajes de astronauta aún olían bastante. Así que decidimos organizar una agencia de viajes con la lanzadera. Además, así conoceríamos mejor el planeta.

Al principio, la agencia funcionó muy bien. Viajamos por todo el planeta llevando a grupos a visitar distintos montes, ríos, selvas, playas, los casquetes polares, y también sitios quizás menos interesantes geográficamente, pero dónde también eran frecuentes los casquetes. En fin, paraísos de todo tipo. Incluso fuimos ampliando la oferta de servicios e incluimos primero un catering y luego el todo-incluido con la típica pulserita en la muñeca.

Pero cuando empezamos a explorar la posibilidad de establecer contratos con ciertos bares-restaurantes y casas rurales en distintos puntos del planeta, nos visitó el Secretario del Presidente de la Región Autónoma.

El Secretario vestía muy formalmente (ya habíamos aprendido bastante sobre las costumbres del planeta) y llevaba perfectamente anudada la corbata en la coleta de su pelo, y ambas elegantemente dispuestas sobre su hombro izquierdo.

Primero me fijé en el buen gusto que había tenido al seleccionar la corbata, que no sólo hacía juego con su túnica, si no también con las distintas tonalidades de su coleta, variando del violeta al verde botella con gran naturalidad, y le felicité por su elegancia.

Pero, después me dí cuenta de otra cosa, y me quedé pálido y casi sin habla. Anita, a mi lado, estaba haciendo algún comentario educado y cordial de saludo, pero aún no se había dado cuenta de ese otro detalle.

Los islazulinos tienen pocos defectos, pero quizás, el principal que tienen es su sinceridad. Y eso, para un humano, es muy desagradable. Nunca están dispuestos a engañar a nadie; y si no se engañan entre ellos, menos aún a un extraislazulino.

Por ello, al notar que el Secretario llevaba la corbata (y la coleta) apoyada en el hombro izquierdo, recordé que era un símbolo y un aviso para prevenirnos de que venían muy malas noticias.

Nos sentamos (bueno el Secretario se sentó al modo local, pero eso ya lo contaré otro día) y nos dio el mensaje que había venido a contarnos.

- Vuestra agencia de viajes va muy bien y os felicito. Siempre conseguís estar en el techo de crédito de vuestras tarjetas. Pero eso nos crea algunos problemas en la Región Autónoma. El turismo interior se resiente. Y la reelección de nuestro Presidente está muy complicada. Y eso no nos gusta.

Hizo un silencio que sólo se quebró por el ruido de Anita que se removía sobre su silla temblando visiblemente. Yo no lo hacía visiblemente, pero casi. Y usé el GIT para asegurarme de que lo entendía todo bien.

- ¿Nos está pidiendo que dejemos el negocio?

- ¡No, por favor! Eso no sería ético – y sonrió, lo que me dio más miedo aún -. Sólo tengo una propuesta alternativa que creo que puede ser interesante para ambas partes.

- Por supuesto estamos deseosos de escucharla.

- Es fácil de entender. Queremos la dedicación exclusiva de su lanzadera a actividades dentro de nuestra Región Autónoma, o que interesen a nuestra Región. Hay que estudiar los detalles: quizás traslado de jubilados a nuestras hermosas playas; algunos vuelos concretos de grupos de turistas desde otras regiones que autoricemos previamente; de vez en cuando excursiones programadas por el Gobierno Regional; y, por supuesto, los traslados del Presidente.

- Pero eso, bueno…, no estoy seguro que sea rentable.

La sonrisa que puso el Secretario fue más amplia que la del gato de Cheshire.

- Lo haremos rentable, eso no es problema. Mañana empezamos las negociaciones. Y podríamos renombrar la compañía como MarsAns.

- ¿Cómo?

- Mars por el planeta ese de cerca de vuestra Tierra y que se parece algo al nuestro, y Ans significa colega en islazulí.

Y se levantó y marchó.

Al final las negociaciones llegaron a buen puerto, o a buen aeropuerto, ya que hablábamos de la lanzadera. Nos aseguraron a Anita y a mí el tope de crédito para los siguientes años, a través de una concesión perpetua, y nos permitieron contratar a cuatro nuevos tripulantes, de modo que no tuviésemos que pasarnos toda la vida llevando jubilados a nuestras hermosas playas. El turismo local mejoró y el Presidente resultó reelegido.

Al final, Anita y yo teníamos mucho más tiempo libre y así encontramos a nuestras respectivas parejas, que es algo que aún os tengo que contar.

Pero como le dijo la Duquesa a Alicia en el País de las Maravillas: “Todo tiene una moraleja, sólo hace falta saber encontrarla”; o, como le dijo después: “Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que eres”.

No sé si me explico.

Aeronáutica

Anita se casó con Armando. Bueno, en su idioma no se llamaba así, pero como siempre nos ayudaba a armar o desarmar alguna pieza de la lanzadera, pues eso, le quedó el nombre. El tío era muy listo y aprendió a hacer tuercas Maelstrom y tornillos Trondheim, con una extraña máquina, combinación de torno-fresadora, que tenían en una trefilería local.

El problema estaba en que la máquina rara era una InterSiemens. Y los de InterSiemens son algo…; bueno, no voy a decir gilipollas, pero como si fuesen alemanes. Y si desarrollabas algo nuevo con sus máquinas te exigían la patente.

Así que mantuvimos en secreto que podíamos hacer las tuercas y los tornillos. Y además coincidió que por esas fechas yo me ligué a una islazulina (pero que no tenía ni el pelo ni los ojos azules) que era ingeniera aeronáutica.

No sé si dije ya que en Isla Azul no había aviones, por eso nuestro negocio de la lanzadera era tan provechoso para la Región Autónoma. Vamos, que no tenían ni idea de cómo levantarse sobre el suelo ni colgados de una cometa (ni siquiera existe la palabra cometa en islazulí; ya pensando en ello, si no existe la palabra cometa, es normal que no exista la palabra dios).

Así que la ingeniería aeronáutica era una carrera que te proporcionaba cultura y distinción, aunque no te sirviese para nada después. Como estudiar Filosofía y Letras en la época de Franco, que era más chic que estudiar Corte y Confección.

La chica se llamaba de un modo muy raro en islazulí, así que le pusimos Urania, hija de Zeus y la menor de todas las musas y encargada de la astronomía según el mito griego de la Tierra. Además, como según los griegos antiguos la musa siempre iba vestida de azul, pues,… bueno, tampoco fue tanto esfuerzo ponerle el nombre.

Resultó que la relación entre Urania y yo fue creciendo, sobre todo cuando ella empezó a diseñar una nueva lanzadera a partir de la nuestra, que utilizaba las tuercas Maelstrom y los tornillos Trondheim. Cuando comprobé sus diseños, aunque yo no tenía ni idea, me pareció que era mejor que la nuestra.

Y tomé dos decisiones drásticas. La primera fue decidir que construiríamos su lanzadera y la probaríamos. Urania se echó a mis brazos y se sintió más feliz que nunca, ya que por fin veía realizada su vocación (cosa que no le ha pasado a nadie que haya estudiado Filosofía y Letras en la época de Franco, por ejemplo).

La segunda aún fue más drástica: le pedí que se casase conmigo. Y, sorprendentemente, aceptó.

Mantuvimos en secreto la construcción de la nueva lanzadera de Urania por varios motivos. Primero, por si nos pillaban los de InterSiemens con los tornillos y las tuercas. Segundo, por si se enteraba el Gobierno Autonómico y nos la quitaba. Tercero, por si se mosqueaban los de Azul-BriCor, que era donde comprábamos las piezas del casco poco a poco, diciendo que eran para reparar nuestra lanzadera “oficial”.

El proceso llevó varios años, que aprovechamos para generar descendencia, al tiempo que, sobre todo, disfrutábamos de los momentos en los que la intentábamos generar. Y finalmente, tras los sofocones relativos al punto anterior, y los relativos a las primeras pruebas de vuelo que salieron muy bien (al igual que los intentos de generar descendencia), Anita, Urania, Armando y yo, junto con nuestras proles, estábamos listos para abandonar Isla Azul.

Pero antes había que tomar precauciones. Y planificar la secuencia de salida.

Así que pedí una audiencia con el Presidente, que me fue concedida una semana más tarde. Pero quién me recibió fue el Secretario. De todos modos, no me importaba.

El Secretario estaba sentado al modo local (¡joder!, se me había olvidado describirlo antes), o sea, con los pies encima de la mesa a lo Bush-Aznar. Cortésmente le pedí disculpas por la intromisión en sus altos asuntos, aunque básicamente estaba hablando a sus botas, que era lo único que yo veía. Después le expliqué que necesitábamos realizar una revisión general en la lanzadera porque se había estropeado la trócola, pieza fundamental para la seguridad de la navegación, y que, en consecuencia, deberíamos suspender los vuelos durante una semana.

El Secretario saltó de la silla, con lo cual vi su cara de cabreo (se había puesto azul) y me echó una bronca de la leche, pero me mantuve firme y repetí la palabra seguridad unas veinte veces. Al final cedió y me mando a…, antes de echarme de su despacho.

Mientras volvía hacia nuestra nueva lanzadera, sonriendo porque que Armando ya habría quitado todas las tuercas Maelstrom y los tornillos Trondheim de la “vieja” lanzadera, me sentí feliz y liberado. Estaba del Gobierno Autonómico hasta las pelotas.

Subimos con toda la prole a la nueva lanzadera. Y llegamos al cohete. Desmontamos la lanzadera y encendí los Tremp-900, que, curiosamente, arrancaron sin problema.

Según avanzábamos hacia el espacio profundo, con Urania a mi lado (con el cinturón bien abrochado), sentí algo de nostalgia al dejar Isla Azul a babor.

JL Llorente

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