lunes, 6 de mayo de 2013

Elogio de la papelera


(Escrito para la competición de contra-cuentos con mi hija)

Las cosas, y también las personas, y hasta a veces, las emociones, no se aprecian suficientemente hasta que se pierden. Mientras las tienes, a un lado o a otro, delante o detrás, aunque no las veas ni te fijes en ellas, pero suficientemente próximas, no les prestas la atención adecuada y, mucho menos, el aprecio que merecen.

Sólo su ausencia te permite descubrir su importancia.

Sólo su carencia te hace darte cuenta de lo necesarias que eran para ti. Que eran y que siguen siéndolo. Y aún más ahora son necesarias: ahora que ya no están.

Incluso cosas nimias, cosas a las que no miras ni consideras, porque todos los días las tienes delante, a mano, accesibles, pueden ser más importantes de lo que pensabas, pero no te das cuenta hasta que dejas de tenerlas.

Por supuesto, la ausencia es más acusada con las personas que con las cosas, y yo creo que aún mayor con las emociones, porque cuando pierdes una emoción pierdes un trozo de tu vida. Y es mejor perder una pierna que una emoción.

Siempre recuerdo a una antigua amistad que perdió de golpe su dulzura. Y sufrió un cambio brutal: se convirtió en una persona amarga y, por lo tanto, inamistosa. Afortunadamente, apenas volvimos a tener ninguna relación, con lo cual no tuve que sufrir su amputación emocional.

Pero es más fácil explicar el motivo de mi discurso empleando la falta de una cosa. Y más si es una cosa común que todos conocemos, entendemos, vemos y usamos.

Un buen ejemplo es una papelera. ¡Sí! Me refiero a esos depósitos donde tiras los papeles y muchas otras cosas más. Que están adosados a las farolas, o en las esquinas de los bares, debajo de las mesas en las oficinas, y también en tu casa.

Se supone que una papelera es para tirar pequeños papeles, notas, quizás un periódico ya leído. Pero allí acaban desde restos de un bocadillo hasta chicles, juguetes rotos, palitos de helado, vasos de plástico y, también colillas.

Las colillas suponen una amenaza mortal para una papelera; sobre todo para una papelera grande, activa, una de esas que están en un cruce bien transitado y que tienen que ser vaciadas dos veces al día.

Precisamente las papeleras más vivas son las que tienen mayor riesgo de muerte. Porque son como las personas que viven mucho y muy rápido, que mueren jóvenes y que hacen bonitos cadáveres.

Sólo hay una diferencia importante: el cadáver de una papelera quemada por una colilla mal apagada es de todo menos bonito. Y si tenía dentro restos de pizza o excrementos de perro (ambas cosas son muy frecuentes), huele peor que el peor cadáver humano tras cocerse diez horas al sol en el desierto de Kalahari.

Pero las papeleras son muy, muy necesarias. Y no sólo en Singapur, donde te pueden condenar a veinte bastonazos en la espalda por tirar al suelo un chicle o una colilla, si no también aquí mismo, en Madrid, donde todo el mundo tira al suelo todo lo que le da la gana, y lo hace sin rubor y sin penitencia.

Y entonces, me diréis: ¿por qué es necesaria una cosa que puede ser no utilizada? Pues os lo voy a explicar: porque te da la opción de ser mejor, más limpio, más civilizado. Es una oportunidad que aprovechas o no. Pero ellas están ahí para que puedas elevarte sobre tu débil condición humana.

Si algún día no existiesen las papeleras, sentiría que mi vida habría cambiado. Por eso, este ejercicio teórico de imaginar un mundo sin ellas ha sido casi doloroso para mí.

Del mismo modo que lamenté la súbita falta de dulzura de aquella vieja amistad que mencioné antes.

¡Larga vida a las papeleras!

JL Llorente

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