domingo, 12 de mayo de 2013

Pendientes

Nunca me atreví a comprarle a Clara aquellos pendientes que había escogido para su cumpleaños. Y seguían en el escaparate de la tienda mirándome cada vez que pasaba camino de mi trabajo.

Nadie más los había comprado. Y eso me alegraba, porque tenían que ser para ella. Y a la vez me apenaba, porque seguía viéndolos ahí, tristes y abandonados durante meses.

Hasta que un día desaparecieron del escaparate.

No pude reprimir el impulso y entré en la tienda, y pregunté por ellos. La dependienta, muy amable, me dijo que los habían vendido el día anterior, que era un modelo descatalogado, y que no podían pedirme otros iguales, aunque me ofreció otros modelos muy parecidos e igual de bonitos; pero los rechacé.

Unos días después Clara me dijo que se casaba, y me invitó a su boda. Con una mala excusa, le aseguré que iría a la ceremonia, pero que no podía quedarme al convite.

Al acabar la ceremónia, me acerqué a felicitar a Clara y a despedirme. Y vi que llevaba mis, ahora sus, pendientes.

Y sentí muchas sensaciones a la vez. Primero, la tristeza porque se hubiese casado con otro, pero también la dicha por lo bien que le quedaban unos pendientes que habían sido diseñados para ella.

Y también comprendí que nada hubiese cambiado si le hubiese regalado esos pendientes por su cumpleaños. Porque yo ya estaba casado mucho antes con mi propia obsolescencia.

Lo que más me dolió fue ver que los pendientes estaban aún más tristes, casi llorando. Como yo, que también estaba descatalogado como ellos.

JL Llorente

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