jueves, 9 de mayo de 2013

“La Fea”, 1961


Cuando me enrolé en “La Fea”, un palangrero que costeaba el Cantábrico, desplegando las líneas madres, con sus boyas y sus veinte o veinticinco brazoladas por línea, y recogiéndolas unos días después, cargadas de merluzas, me sentí muy a gusto. No es lo mismo navegar en el Cantábrico que en Gran Sol, aunque mi mar materno tampoco es un lago de aguas tranquilas. Pero eran muchas las ventajas: volvíamos a puerto todas las semanas; y a nuestros puertos: Pasajes o Bermeo, Santurce, Castro o Santoña, Santander, Gijón, Avilés o Navia, y hasta Burela o Viveiro; pero nunca pasábamos Estaca de Bares por el oeste ni la frontera de Hondarribia por el este. Volver a nuestros puertos, a nuestras costumbres, a nuestras comidas, aunque sólo fuese por unas horas por semana, era un lujo al que no estaba acostumbrado.

Había más ventajas. En esas recaladas en puerto podía enviar cartas a la familia, y aunque no podía recibir las respuestas, me sentía más próximo a ellos. Además, casi una vez al mes, entrábamos en mi puerto, y el patrón me dejaba unas horas de más para ver a la familia. Y os puedo asegurar que hacía todo lo posible en esas pocas horas por reforzar nuestra unión y a ser posible expandir mis genes.

Pero la gran ventaja de “La Fea” era la tripulación. El patrón era un gran tío. Veterano de muchos mares, hasta de alguna guerra, pues estuvo de joven en la Armada, aunque de eso nunca hablaba. El patrón organizaba el trabajo del modo más eficiente y moderaba los roces que los cuatro marineros, inevitablemente, teníamos de cuando en cuando. Yo creo que gracias a él los cuatro nos terminamos haciendo amigos en poco tiempo, aunque éramos muy distintos.

Benito era el más fuerte, y no sólo físicamente, si no también de carácter. Era un líder natural, que asumía el mando de las faenas sin falta de que el patrón le dijese que empezase. Y los demás le seguíamos.

Joselu era muy inteligente y habilidoso; sobre todo haciendo nudos. No sólo empataba cabos o anzuelos a la perfección, o zafaba las cocas enredadas de las brazoladas con habilidad, si no que, de cuando en cuando, sugería algunas mejoras en el aparejo tradicional. Y que normalmente funcionaban mejor.

Jose era sobre todo constante. Todo lo hacía bien, pero sobre todo, lo hacía completo y acabado. Por su capacidad de perfeccionismo le terminaban asignado las tareas más pesadas, las que a los demás menos nos gustaban, como el estibo de las artes. Pero su constancia hacía que todos le apreciásemos especialmente, y le teníamos un respeto mayor. Ni siquiera Benito, que a Joselu y a mí nos gritaba cuando cometíamos un error, levantaba la voz cuando se dirigía a Jose.

Yo era el más inútil de los cuatro, aunque fuese el más veterano en el mar, salvo el patrón, y el único que había estado en Gran Sol y además era el motorista, lo que en cierto modo me igualaba un poco con mis compañeros. Y Benito me asignaba normalmente las tareas más simples de la faena cuando no tenía trabajo con mis máquinas, como la selección del pescado o la limpieza y despeje de la cubierta.

No es que cada uno hiciésemos una sola cosa. Todos participábamos en todas las tareas de la faena, o de la maniobra, y también mis compañeros me ayudaban en las máquinas, pero había siempre un responsable de completar cada una de ellas.

El doce de julio, a media noche, cuando acabábamos de soltar una línea a sesenta millas al norte del cabo de Peñas, el cielo se empezó a cubrirse y la mar a levantarse. Venía una galerna. El patrón estuvo unos minutos mirando el cielo y puso mal gesto.

- Vamos a tirar para tierra por si acaso. ¡Despejar la cubierta y asegurar todo!

Cuando acabamos ya estaban lloviendo unos fríos goterones, el viento había subido a veinticinco nudos y había una ola de viento del noroeste de más de tres metros. El patrón puso al máximo los motores, pero no daban más de siete nudos con mar llana. Y el turbón venía más rápido y la mar se levantaba cada vez más.

No eran las seis de la de la mañana cuando la turbonada nos cogió de golpe. Los goterones de lluvia resonaban en cubierta como una ametralladora; el viento nos dejaba sordos; y las olas crecían cada vez más. Finalmente, una ola cruzada nos volcó y nos encontramos todos en el agua.

Cuando caes al agua desde un barco de pesca, lo primero que tienes que hacer es quitarte las botas. Las botas de agua, que te protegen de la humedad, del frío y de los golpes en cubierta, son tu peor enemigo en el agua, porque bajan tu centro de flotación más de diez centímetros. Es muy jodido mantenerse nadando con mar gruesa, pero con las botas es imposible. Por ello eso es lo primero que hice, aún antes de intentar salir a la superficie y respirar.

Cuando salí vi cerca a Joselu y a Jose, y un poco más lejos a Benito, que tenía más dificultades para mantenerse a flote. Le grité que se quitase las botas, y poco después nos agrupamos nadando los cuatro. Luego nos pusimos a buscar al patrón entre la espuma de las crestas rompientes de las olas. Pero no le vimos. Y tampoco a “La Fea”, que debía haberse hundido.

Sí que vimos algunos restos del barco. Varias cajas de madera para colocar el pescado, que yo no debía haber asegurado bien, estaban flotando cerca y nadamos hacia ellas, y también algunos cabos. Nunca me alegré tanto de mi propia inutilidad.

Juntamos todas las cajas y las atamos con los cabos, formando una pequeña balsa y nos subimos a ella. Las olas seguían agitándonos y manteníamos las piernas todo el tiempo bajo el agua. De vez en cuando algún rozión caía sobre nosotros, pero asidos a los cabos y agarrándonos unos a otros, manteníamos la estabilidad sentados sobre la balsa.

El turbón cesó tan rápidamente como había llegado, y tres horas después, la mar estaba casi llana, con viento del noroeste rolando al norte y amainando. A la vez, las olas bajaban de altura y la balsa se hacía cada vez más estable.

Recogimos algunas cajas más y las partimos para hacer una especie de remos. Y también más cabos para hacer varios estrobos para los remos y fijar un timón.

E intentamos remar hacia el sur, hacia tierra. Pero el viento cambió de nuevo y salió un este-nordeste que nos empujaba al oeste de Peñas, pero nos alejaba de tierra. Y en ese momento empezaron los problemas entre nosotros.

Sin patrón, Benito había asumido el mando y empezó a animarnos con que estábamos ya seguros y que no debíamos preocuparnos. Alguien nos vendría a rescatar antes o después. Durante algunas horas le hicimos caso y nos mantuvimos tranquilos. Pero luego vimos los restos de otro pesquero.

Se había partido por la mitad y sólo la proa seguía flotando. Nos acercamos a él, y Joselu saltó a los restos del barco y cogió más madera y cabos para reforzar nuestra balsa. También recuperó un par de bicheros. Con todo ese nuevo material reforzamos la balsa y mejoramos su flotación con lo que ya podíamos estar en seco todo el tiempo.

Entonces Benito nos dijo que nos tranquilizásemos, que allí, junto a los restos del otro pesquero, nos localizarían en seguida. Que sólo era cuestión de tiempo. Y a Jose y a mi nos pareció bien, pero a Joselu no.

Joselu volvió a saltar a la proa semihundida del pesquero y empezó a arrancar más tablas de la amura de babor y a construir una nueva balsa. Se hizo también un remo y un pequeño timón, que trincó a la vía, y nos dijo que nos dejaba. Que se iba a tierra.

Antes de que pudiéramos reaccionar ya estaba suficientemente lejos.

Seguimos junto a los restos del otro pesquero, hasta que finalmente se hundió. Benito seguía diciéndonos que estuviésemos tranquilos, pero Jose y yo cada vez lo estábamos menos. Volvía a llover y estábamos fríos, húmedos y, sobre todo hambrientos.

Finalmente, le exigimos (por decirlo finamente) a Benito navegar hacia tierra, aunque nos dejásemos las pocas fuerzas que nos quedaban remando con unas tablas. Y él se negó. Entonces Jose cortó unos cabos y nuestra balsa se convirtió en dos: la de Benito, y la nuestra.

- ¡Sois gilipollas! - Eso fue lo último que nos dijo mientras Jose remaba y yo trincaba el timón antes de coger el otro remo.

Jose y yo remamos durante un día entero. Primero remábamos los dos, luego por turnos. Nos llovió casi todo el tiempo. Pero el viento era del noroeste de nuevo, y también había mar de fondo que nos empujaba hacia la costa.

Debió de ser por la tarde del catorce de julio cuando empezamos a ver tierra, pero a la vez se volvía a levantar la mar y las olas ya eran de dos metros. Era mar de fondo del noroeste, no olas de viento. De baja frecuencia y sin crestas, pero que impulsaba la balsa con tanta fuerza como si tuviésemos una vela. Metí el timón a estribor y Jose se puso a remar por babor, alejándonos del cabo y buscando una cala.

¡Y la encontramos! Era una cala cerrada, con fuertes rompientes y, lo que es peor, dos grupos de rocas a la entrada, que nunca llegué a saber que se llamaban las Prietas unas y las Negras otras.

Y entonces, de pronto y sin avisar, Jose dejó el remo y se lanzó al agua y nadó con las pocas fuerzas que le quedaban hacia la orilla. Le grité para que volviese y me ayudase a maniobrar la balsa, pero no me hizo caso. No sé si no me oía o no quería oírme. Le perdí de vista cuando llegó a la primera rompiente.

Intenté trincar el timón y coger el remo, pero antes de que lo consiguiese, la balsa chocó contra el islote de las Negras y se partió definitivamente.

Mientras me ahogaba me dio tiempo a pensar en como se había disuelto nuestra tripulación y de lo efímera que había sido nuestra amistad. De como había desaparecido ante las dificultades. También me dio tiempo a recordar que todos habíamos sentido preocupación, pero ninguno pesar, cuando dimos por perdido al patrón.

Hasta me dio tiempo para extrañar mis botas de agua, que había comprado en Irlanda, cuando faenaba en Gran Sol.

Menos mal que nunca supe que me había ahogado en la playa de Verdicio, …como quien dice, al lado de casa.

(Basado en hechos reales que se pueden consultar en “La galerna de 1961” de Hixinio Puentes Novo, Laverde Ediciones.

La tripulación de "La Fea" estaba compuesta por José Uriarte, patrón, de Bilbao; Fidel Santiago Marfagón, motorista; Benito Tarzón Llata; José Viña Morán; y José Luis Santiago Madariaga. Toda la tripulación desapareció.)

Pero lo aquí contado apenas tiene relación con la tragedia de 1961, si no con el comportamiento humano que también se da tierra adentro.

JL Llorente



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