Cuando me enrolé
en “La Fea”, un palangrero que costeaba el Cantábrico, desplegando las líneas
madres, con sus boyas y sus veinte o veinticinco brazoladas por línea, y
recogiéndolas unos días después, cargadas de merluzas, me sentí muy a gusto. No
es lo mismo navegar en el Cantábrico que en Gran Sol, aunque mi mar materno tampoco
es un lago de aguas tranquilas. Pero eran muchas las ventajas: volvíamos a
puerto todas las semanas; y a nuestros puertos: Pasajes o Bermeo, Santurce, Castro
o Santoña, Santander, Gijón, Avilés o Navia, y hasta Burela o Viveiro; pero
nunca pasábamos Estaca de Bares por el oeste ni la frontera de Hondarribia por
el este. Volver a nuestros puertos, a nuestras costumbres, a nuestras comidas,
aunque sólo fuese por unas horas por semana, era un lujo al que no estaba
acostumbrado.
Había más ventajas. En esas
recaladas en puerto podía enviar cartas a la familia, y aunque no podía recibir
las respuestas, me sentía más próximo a ellos. Además, casi una vez al mes,
entrábamos en mi puerto, y el patrón me dejaba unas horas de más para ver a la
familia. Y os puedo asegurar que hacía todo lo posible en esas pocas horas por
reforzar nuestra unión y a ser posible expandir mis genes.
Pero la gran ventaja de “La
Fea” era la tripulación. El patrón era un gran tío. Veterano de muchos mares,
hasta de alguna guerra, pues estuvo de joven en la Armada, aunque de eso nunca
hablaba. El patrón organizaba el trabajo del modo más eficiente y moderaba los
roces que los cuatro marineros, inevitablemente, teníamos de cuando en cuando.
Yo creo que gracias a él los cuatro nos terminamos haciendo amigos en poco
tiempo, aunque éramos muy distintos.
Benito era el más fuerte, y no
sólo físicamente, si no también de carácter. Era un líder natural, que asumía
el mando de las faenas sin falta de que el patrón le dijese que empezase. Y los
demás le seguíamos.
Joselu era muy inteligente y
habilidoso; sobre todo haciendo nudos. No sólo empataba cabos o anzuelos a la
perfección, o zafaba las cocas enredadas de las brazoladas con habilidad, si no
que, de cuando en cuando, sugería algunas mejoras en el aparejo tradicional. Y
que normalmente funcionaban mejor.
Jose era sobre todo constante.
Todo lo hacía bien, pero sobre todo, lo hacía completo y acabado. Por su
capacidad de perfeccionismo le terminaban asignado las tareas más pesadas, las
que a los demás menos nos gustaban, como el estibo de las artes. Pero su
constancia hacía que todos le apreciásemos especialmente, y le teníamos un respeto
mayor. Ni siquiera Benito, que a Joselu y a mí nos gritaba cuando cometíamos un
error, levantaba la voz cuando se dirigía a Jose.
Yo era el más inútil de los
cuatro, aunque fuese el más veterano en el mar, salvo el patrón, y el único que
había estado en Gran Sol y además era el motorista, lo que en cierto modo me
igualaba un poco con mis compañeros. Y Benito me asignaba normalmente las
tareas más simples de la faena cuando no tenía trabajo con mis máquinas, como
la selección del pescado o la limpieza y despeje de la cubierta.
No es que cada
uno hiciésemos una sola cosa. Todos participábamos en todas las tareas de la
faena, o de la maniobra, y también mis compañeros me ayudaban en las máquinas,
pero había siempre un responsable de completar cada una de ellas.
El doce de julio, a media
noche, cuando acabábamos de soltar una línea a sesenta millas al norte del cabo
de Peñas, el cielo se empezó a cubrirse y la mar a levantarse. Venía una
galerna. El patrón estuvo unos minutos mirando el cielo y puso mal gesto.
- Vamos a tirar para tierra por
si acaso. ¡Despejar la cubierta y asegurar todo!
Cuando acabamos ya estaban
lloviendo unos fríos goterones, el viento había subido a veinticinco nudos y
había una ola de viento del noroeste de más de tres metros. El patrón puso al
máximo los motores, pero no daban más de siete nudos con mar llana. Y el turbón
venía más rápido y la mar se levantaba cada vez más.
No eran las seis de la de la
mañana cuando la turbonada nos cogió de golpe. Los goterones de lluvia
resonaban en cubierta como una ametralladora; el viento nos dejaba sordos; y
las olas crecían cada vez más. Finalmente, una ola cruzada nos volcó y nos
encontramos todos en el agua.
Cuando caes al agua desde un
barco de pesca, lo primero que tienes que hacer es quitarte las botas. Las
botas de agua, que te protegen de la humedad, del frío y de los golpes en
cubierta, son tu peor enemigo en el agua, porque bajan tu centro de flotación
más de diez centímetros. Es muy jodido mantenerse nadando con mar gruesa, pero
con las botas es imposible. Por ello eso es lo primero que hice, aún antes de
intentar salir a la superficie y respirar.
Cuando salí vi cerca a Joselu y
a Jose, y un poco más lejos a Benito, que tenía más dificultades para
mantenerse a flote. Le grité que se quitase las botas, y poco después nos
agrupamos nadando los cuatro. Luego nos pusimos a buscar al patrón entre la
espuma de las crestas rompientes de las olas. Pero no le vimos. Y tampoco a “La
Fea”, que debía haberse hundido.
Sí que vimos algunos restos del
barco. Varias cajas de madera para colocar el pescado, que yo no debía haber
asegurado bien, estaban flotando cerca y nadamos hacia ellas, y también algunos
cabos. Nunca me alegré tanto de mi propia inutilidad.
Juntamos todas las cajas y las
atamos con los cabos, formando una pequeña balsa y nos subimos a ella. Las olas
seguían agitándonos y manteníamos las piernas todo el tiempo bajo el agua. De
vez en cuando algún rozión caía sobre nosotros, pero asidos a los cabos y
agarrándonos unos a otros, manteníamos la estabilidad sentados sobre la balsa.
El turbón cesó tan rápidamente
como había llegado, y tres horas después, la mar estaba casi llana, con viento
del noroeste rolando al norte y amainando. A la vez, las olas bajaban de altura
y la balsa se hacía cada vez más estable.
Recogimos algunas cajas más y
las partimos para hacer una especie de remos. Y también más cabos para hacer
varios estrobos para los remos y fijar un timón.
E intentamos remar hacia el
sur, hacia tierra. Pero el viento cambió de nuevo y salió un este-nordeste que
nos empujaba al oeste de Peñas, pero nos alejaba de tierra. Y en ese momento
empezaron los problemas entre nosotros.
Sin patrón, Benito había
asumido el mando y empezó a animarnos con que estábamos ya seguros y que no
debíamos preocuparnos. Alguien nos vendría a rescatar antes o
después. Durante algunas horas le hicimos caso y nos mantuvimos tranquilos.
Pero luego vimos los restos de otro pesquero.
Se había partido por la mitad y
sólo la proa seguía flotando. Nos acercamos a él, y Joselu saltó a los restos
del barco y cogió más madera y cabos para reforzar nuestra balsa. También
recuperó un par de bicheros. Con todo ese nuevo material reforzamos la balsa y
mejoramos su flotación con lo que ya podíamos estar en seco todo el tiempo.
Entonces Benito nos dijo que
nos tranquilizásemos, que allí, junto a los restos del otro pesquero, nos
localizarían en seguida. Que sólo era cuestión de tiempo. Y a Jose y a mi nos
pareció bien, pero a Joselu no.
Joselu volvió a saltar a la
proa semihundida del pesquero y empezó a arrancar más tablas de la amura de
babor y a construir una nueva balsa. Se hizo también un remo y un pequeño
timón, que trincó a la vía, y nos dijo que nos dejaba. Que se iba a
tierra.
Antes de
que pudiéramos reaccionar ya estaba suficientemente lejos.
Seguimos junto a los restos
del otro pesquero, hasta que finalmente se hundió. Benito seguía diciéndonos
que estuviésemos tranquilos, pero Jose y yo cada vez lo estábamos menos. Volvía
a llover y estábamos fríos, húmedos y, sobre todo hambrientos.
Finalmente, le exigimos (por
decirlo finamente) a Benito navegar hacia tierra, aunque nos dejásemos las
pocas fuerzas que nos quedaban remando con unas tablas. Y él se negó. Entonces
Jose cortó unos cabos y nuestra balsa se convirtió en dos: la de Benito, y la
nuestra.
- ¡Sois gilipollas! - Eso fue
lo último que nos dijo mientras Jose remaba y yo trincaba el timón antes de
coger el otro remo.
Jose y yo remamos durante un día
entero. Primero remábamos los dos, luego por turnos. Nos llovió casi todo el tiempo. Pero
el viento era del noroeste de nuevo, y también había mar de fondo que nos
empujaba hacia la costa.
Debió de ser por la tarde del
catorce de julio cuando empezamos a ver tierra, pero a la vez se volvía a
levantar la mar y las olas ya eran de dos metros. Era mar de fondo del
noroeste, no olas de viento. De baja frecuencia y sin crestas, pero
que impulsaba la balsa con tanta fuerza como si tuviésemos una vela. Metí el
timón a estribor y Jose se puso a remar por babor, alejándonos del cabo y
buscando una cala.
¡Y la encontramos! Era una cala
cerrada, con fuertes rompientes y, lo que es peor, dos grupos de rocas a la
entrada, que nunca llegué a saber que se llamaban las Prietas unas y las Negras otras.
Y entonces, de pronto y sin avisar, Jose dejó el remo y
se lanzó al agua y nadó con las pocas fuerzas que le quedaban hacia la orilla. Le
grité para que volviese y me ayudase a maniobrar la balsa, pero no me hizo
caso. No sé si no me oía o no quería oírme. Le perdí de vista cuando llegó a la
primera rompiente.
Intenté trincar el timón y
coger el remo, pero antes de que lo consiguiese, la balsa chocó contra el
islote de las Negras y se partió definitivamente.
Mientras me ahogaba me dio
tiempo a pensar en como se había disuelto nuestra tripulación y de lo efímera
que había sido nuestra amistad. De como había desaparecido ante las
dificultades. También me dio tiempo a recordar que todos habíamos sentido
preocupación, pero ninguno pesar, cuando dimos por perdido al patrón.
Hasta me dio tiempo
para extrañar mis botas de agua, que había comprado en Irlanda, cuando faenaba en Gran Sol.
Menos mal que nunca supe que me
había ahogado en la playa de Verdicio, …como quien dice, al lado de casa.
(Basado en hechos
reales que se pueden consultar en “La galerna de 1961” de Hixinio Puentes Novo,
Laverde Ediciones.
La tripulación de "La
Fea" estaba compuesta por José Uriarte, patrón, de Bilbao; Fidel Santiago
Marfagón, motorista; Benito Tarzón Llata; José Viña Morán; y José Luis Santiago
Madariaga. Toda la tripulación desapareció.)
Pero lo aquí
contado apenas tiene relación con la tragedia de 1961, si no con el comportamiento humano que también se da tierra adentro.
JL Llorente
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