No se navega porque haya un mar. Se navega porque hay un
puerto, o mejor dicho, dos. Hay un puerto de salida y hay un puerto de llegada.
Un puerto conocido y querido, y otro soñado, anhelado o imaginario, y muchas
veces imposible de alcanzar.
Sin puerto no navegas, y sólo eres un náufrago a la deriva. Y
no te basta con tener uno, sea el de salida o el de arribada, necesitas los
dos. El de salida, tu base vital, tu referencia. Y el de llegada, tu objetivo y
tu inspiración para afrontar el viaje.
No siempre las corrientes o los vientos te llevan a tu
puerto de destino. Muchas veces te llevan a un mal puerto. Y son muchas las
veces en las que puedes naufragar en esa singladura incierta que es seguir
viviendo y navegando.
En ocasiones, la mejor opción ante una tormenta es plegar
velas, virar en redondo, y aprovechar los portantes para volver al puerto de
salida, como en el Juego de la Oca. Pero otras veces es mejor navegar de
bolina, con el mínimo trapo, manteniendo firme el timón y cruzando la borrasca
con decisión, soportando la mar y el viento, y cortando las olas con la amura
de babor.
Como no soy quién para dar consejos, y menos después de algunos
naufragios, me limitaré a decir que esta vez he decidido volver a mi puerto de
partida. Podéis llamarlo cobardía, y probablemente sea cierto, pero la borrasca
se profundizó mucho en muy pocas horas.
Y, muy probablemente, ya no me volveré a embarcar, porque le
he cogido miedo a las tormentas. Sobre todo a las tormentas emocionales que
pueden evolucionar a huracanes subtropicales que causan graves daños en tierra
y en mar.
De lo que no estoy seguro es de si estas tormentas están
relacionadas con el cambio climático.
O, simplemente, con la edad.
JL Llorente
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